Manuel Benet nace el 5 de noviembre de 1976 en la capital del Turia.Aunque desarrolla una temprana afición por la lectura, su interés por la escritura tiene desde siempre un carácter intermitente, y no es hasta los últimos años de su periplo universitario cuando escribir se convierte en una actividad más constante, pero sin perder ese carácter "guadianesco". Finalmente, ésta se convierte en algo habitual al abrir su blog www.unsociability.org, en el que escribe de manera casi diaria desde hace cuatro años, y que ha servido de base para un libro electrónico que contiene sus relatos de ficción. En la actualidad,aparte de continuar con su bitácora, tiene en la cabeza la escritura de una novela que a día de hoy aún no ha comenzado."
Pérdidas no tan pérdidas
Un día, sin querer, sin poder evitarlo, perdí un adjetivo. Uno calificativo, de esos que son tan presumidos y caminan con la cabeza alta mirándote por encima del hombro. La verdad es que parte de la culpa es mía, porque aquel día iba con prisas, y no sé si fue él mismo, yo con el traqueteo de las teclas o con mi cabeza en otro lado, pero la cuestión es que desapareció entre mis dedos y mis pensamientos, y desconozco si se coló por los poros de la mesa, pero jamás supe de él, y hasta hoy no ha aparecido. Lo busqué, vaya que si lo hice; rebusqué libros enteros, vacié armarios, desmonté estanterías, hasta limpié el coche, cosa grandemente inaudita en mí, pero nada de nada. Volatilizóse el muy cabrón, justo como si se lo hubiese tragado la tierra. Así que, forzado por las circunstancias, me acostumbré a prescindir de su presencia, y me di cuenta mientras lo hacía que después de todo, no había perdido tanto, porque a cambio, había encontrado un montón de verbos, conjunciones, nombres propios y comunes, adverbios, preposiciones y muchas otras cosas que ahora no vienen a cuento, y aquello no quedaba tan mal después de todo. Es más, emulando a Hernández y Fernández, yo aún diría más: quedaba muy bien.
Así que ahora cuando estoy escribiendo, de vez en cuando, cojo un adjetivo de los altaneros, casi siempre calificativo, y sin atender a sus súplicas ni lloriqueos, lo tiro, lo pisoteo y lo machaco sin piedad. Soy una mala bestia, ya lo sé, qué le voy a hacer; un ser cruel y sanguinario. Y en su lugar, pongo algún sustantivo o pronombre, mucho más dispuestos a sentarse en el banquillo de vez en cuando y sin duda más agradecidos por las oportunidades ofrecidas. Ya lo decía aquél: Hoy por ti y mañana por mí.
Historia verídica
Pasé los diez primeros años de mi vida entre algodones; gasas, sistemas de respiración asistida, goteros, pasillos de hospital y medicamentos fueron mis compañeros de juegos. Casi podría decir que a alguien no le gustó que yo entrase en este mundo, porque mis problemas —y los de mis padres— empezaron a los pocos minutos de vida. Un niño que al nacer no quiso llorar pasó cuatro meses en el área de cuidados intensivos neonatales, lo que fue a todos los efectos el prólogo de una serie de interminables años en los que pasé a coleccionar tantas hospitalizaciones como problemas de salud, hasta el punto de que sobre todo durante los cinco primeros años, pasaba más de dos tercios de cada mes en la cama de un hospital. Tuve el dudoso privilegio de experimentar cómo se viven las navidades, tus propios cumpleaños o las vacaciones de verano dentro de un hospital. Si he de atender a lo que mis progenitores me cuentan de todo aquello, en más de una ocasión estuve bastante cerca de irme muy lejos, lo suficiente como para no poder estar aquí contando esto.
Hacia el final de esos diez años, quizá con el crecimiento físico o simplemente por la misma razón que me hizo nacer así, la mayoría de aquellos problemas comenzaron a difuminarse, y a día de hoy, aparte de unos cuantos recuerdos no siempre desagradables, y un puñado de cajas de medicamentos que aún hoy, veinte años más tarde, sigo comprando regularmente “por si acaso”, sólo me queda una cosa de la que no he podido deshacerme: el irrefrenable impulso de contar mentiras.
Flotas
Si tienes suerte y el golpe te pilla fresco, cuando te desplomas sobre la lona al menos tienes una ligera conciencia de qué coño es lo que pasa. Si no tienes esa suerte... bueno, si no la tienes, llegado ese punto no importa demasiado porque eso no va a cambiar nada. Y entonces, simplemente caes. Así, sin más. Te desplomas, caes, sin sentir que caes. Y flotas. Flotas. Como una tonelada de hierro en el fondo del océano, flotas y te escuchas a ti mismo: el latido del corazón retumbar dentro de tu cabeza, el aire saliendo de tus pulmones y tus propios gemidos mientras el mundo entero guarda silencio. Y en ese preciso instante, exhausto, agotado, derrotado, muerto, acabado, te levantas. Porque flotas, porque tienes que hacerlo, y porque después de todo, ese es después de todo tu puto trabajo.
Déjame que te de un consejo
La primera vez que sientes el frío del cañón de una nueve milímetros presionando contra la nuca es fácil que te mees encima; es casi inevitable. A los tres años cualquier niño controla sin problemas sus esfínteres, pero en ese momento tú no eres capaz de hacerlo y ni siquiera te das cuenta; tu cabeza está demasiado preocupada por tu vida para evitar que tu cuerpo vaya por libre.
Y eso no cambia hasta que comprendes que la existencia no es algo que se posee como un par de zapatillas; que se es o no se es. Que morir es algo que nunca puede pasarte a ti, y que para perder algo, hay que ser consciente de que lo has perdido; una vez muerto no vas a poder echar de menos tu vida.
Sólo cuando entiendes esto puedes librarte del miedo y mantener la cabeza fría. Y lo más importante, ayudar a evitar que alguien te la atraviese con una bala. Cuanto antes lo asimiles, mucho mejor para ti.
Ella
Cada noche, cuando llegan las diez aproximadamente, dejo lo que estoy haciendo, cojo el coche y me acerco a su trabajo. Aunque ella nunca me lo ha pedido, no me gusta que tenga que volver sola a casa en autobús a esas horas. Hay días que tengo que dejar la cena a medias, pero la verdad es que nunca se ha quejado por ello. Yo tampoco me quejo, a pesar de que alguna vez me haga esperar más de lo que cualquier persona consideraría razonable. Habitualmente, cinco o diez minutos, pero en ocasiones, se alarga hasta la media hora y en un par de veces, he llegado a estar sentado en el coche, impaciente, durante más de dos horas. Aunque es exasperante, he de confesar que cuando la veo salir por la puerta me olvido de todo, y me doy cuenta de que podría pasar una eternidad esperándola.
Después de tres años y pico haciendo todas las noches lo mismo, menos como es obvio fines de semana y festivos, días en los que ella afortunadamente no trabaja, reconoces a la gente de la zona; sus hábitos, sus entradas, sus salidas, sus caras. Algunos son regulares, otros no. Llegas, aparcas en doble fila, y esperas. Enciendes la radio, pero lo cierto es que a esa hora no ponen nada demasiado interesante, excepto los días de fútbol, así que te acomodas en el asiento, bajas la ventanilla, y observas. Y entonces ves a esa morena guapísima que pasa cada día en torno a las diez y veinte y por la que babearías si no estuvieses enamorado, claro. O a ese grupo de amigas que salen del trabajo a la misma hora, y se van juntas a tomar una cerveza. Al entrajetado del impresionante todoterreno negro con los mismos problemas de siempre para meter el coche en el garaje. O a ese otro que como yo, aparca en doble fila delante de mí y aguarda sentado dentro del coche, y posiblemente también escuchando la radio, a su novia. Ves a la mujer mayor empujando el coche en doble fila, a la gente que sale de clase a esa hora, a los que entran al videoclub y a los que sacan dinero del cajero. Te acostumbras a reconocer a algunos, a espiar una pequeña parte de su rutina diaria, como un voyeur esporádico, y eso ha acabado por ser agradable.
A veces antes, a veces después, ella aparece por el portal, con más o menos prisa dependiendo de lo tarde o lo pronto que haya salido ese día, y no puedo negar que en ese momento se me ilumina el rostro. A veces sonríe y a veces no; casi puedo adivinar su estado de ánimo por la cara que pone cuando abre la puerta de cristal al salir. Últimamente no esta atravesando una buena época; sólo con verla puedes adivinarlo. Entonces pasa al lado de mí coche, sin dirigirme la mirada, entra en el de ese chico, le da un beso, y desaparecen.
Como todas las noches, desde hace tres años y pico.
Tyler
Tyler era un pobre tipo que venía a clase conmigo. Está claro que no se llamaba Tyler, aunque no recuerdo su verdadero nombre; creo que jamás lo supe, y si lo he olvidado, tanto mejor. Alguno de nosotros le puso ese apodo en honor a algún retrasado que había visto en televisión y el muy idiota se quedó con él, para mofa nuestra y de prácticamente todo el colegio, aunque también es verdad que no le dimos opción. El mote le venía al pelo, porque el chaval era un desgraciado, un gilipollas, un capullo, uno de esos patanes congénitos con los que te encuentras en la vida y de los que no puedes hacer otra cosa que reírte. Es verdad que quizá aquello no estuviera del todo bien, pero que se joda, la vida no es fácil.
A veces pienso que habrá sido de él, si habrá salido adelante o lo acabamos hundiendo sin remedio, y me pregunto si volvería a hacer lo que hice. Y la verdad, la respuesta siempre es la misma: sí.
Porque joder, menuda diversión.
Los Contradicistas
No hay datos exactos que indiquen en qué momento decidió Martin Contradict fundar Los Contradicistas (confundidos habitualmente con Los Contradiccionistas, de mucha menor importancia), ni incluso si lo hizo, pero se rumorea que fue allá por el siglo XIV tras una acalorada discusión con un vecino, después de que éste se mostrase, sin razón alguna, radicalmente opuesto a que Martin cultivase hortalizas en su propia parcela, en lugar de la tradicional plantación de cereales. Tras aquel incidente, Martin se dedicó de manera sistemática a oponerse a todo aquello que le era posible, lógica o ilógicamente. Aunque como es obvio, jamás admitió estar en desacuerdo con nadie.
Nada más se sabe del surgimiento de esta peculiar organización, pero su historia se difumina a lo largo de los siglos, sin que existan datos fiables sobre ella. [...] Al parecer, a través del boca a boca la organización fue creciendo, lo que le dio una nueva magnitud al concepto de negación. No sólo estaban en desacuerdo con cualquier cosa y persona, con la que podían discutir durante días, sino que incluso estaban en contra entre ellos mismos, en contra de la propia organización, en contra de sus propias opiniones y en contra de su propia existencia lo que daba lugar a tremendas contradicciones que resolvían simplemente negando que tal contradicción existiese [...].
Su radical oposición a todo les llevó al borde de la extinción cuando en el siglo XVII, una parte importante de sus miembros muriese de hambre, al mostrarse en desacuerdo con la idea de que comer era necesario. Este punto marcó un punto de inflexión en la radicalidad del grupo, que unificó su opinión disminuyendo de este modo el nivel de agresividad intelectual interno.
Aunque tras aquello hubo varias escisiones de importancia variable —los Masones es quizá la de mayor reconocimiento—, la organización ganó en fortaleza y coherencia interna, aunque nunca lo admitió ni pública ni privadamente. A pesar de que hay muchos estudios que los citan como fuentes de importantes aportaciones en las más variadas disciplinas (La Tierra no es plana), otros muchos dudan de que sus contribuciones se derivasen de algo más que la negación en sí misma (La Tierra no es redonda). [...] Sí que es cierto, no obstante, que esta oposición por sistema condujo al cuestionamiento de muchos conceptos incorrectos (véase para más detalles la Duda Metódica, de René Descartes, principal impulsor de la facción moderada), y no hay muchos investigadores que les nieguen este mérito.
Tras la Primera Guerra Mundial, por diversos conflictos políticos [...], la presencia pública de la organización se reduce drásticamente, hasta llegar a su total desaparición varios años más tarde. No hay en la actualidad evidencias ni a favor ni en contra de que el grupo siga activo, pero todo apunta a que, en cada comunidad de vecinos, en cada reunión familiar, en cada clase, en cada foro de Internet, silenciosamente, están ahí, extendiendo sus tentáculos, lentamente, con su sistemática oposición a todo y a todos. Después de todo, lector, quizá tú mismo seas uno de ellos. Y quizá yo mismo lo sea. Pero lo que está claro, es que ninguno de los dos jamás lo admitirá.»
Anders Stepkoein, Creadores de Poder: Los Contradicistas, Vol I. Arial Press, New York, 1963.
M.
M. comenzó a comerse las uñas ya desde muy joven. La primera vez que alguien le increpó por ello, ni siquiera sabía que era eso lo que hacía. ¿Comerse las uñas? ¡Él no se comía las uñas! Simplemente se las rebanaba... a ras de dedo. Ni más, ni menos. Y lo mismo hacía con la piel de alrededor, con la dosis correspondiente de dolor y masoquismo; los propios dientes pueden ser un instrumento de tortura fabuloso. De todas formas ha de decirse que no es para tanto, ya que conserva, a día de hoy, todos los dedos en perfecto estado.
Con el tiempo, a M. las uñas se le quedaron cortas, y no única ni principalmente en un sentido literal. Por lo que aunque continuó con esta desagradable manía, se vio obligado a buscar alguna otra cosa con la que entretenerse, dando durante su búsqueda y por desgracia con algo mucho más sustancial: se encontró a sí mismo. Así que de vez en cuando, al mirarse en el espejo y darse cuenta de que todo va bien, como quien se mira las uñas y detecta que han crecido lo suficiente como para volver a convertirlas en víctimas, M. siente la necesidad de arrancarse un poco de su propio ser, de astillarlo ligeramente, con la seguridad del dolor que esto le producirá y de que sin duda, todo volverá a su sitio pasados unos días.