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Viviana Paletta


Viviana Paletta (Buenos Aires, 1967). Reside en Madrid desde 1991. En 1986 recibió el primer premio de Poesía en el I Certamen Literario para la Mujer Argentina y, en 1989, fue seleccionada en cuento y poesía en la Primera Bienal de Arte Joven de Argentina.
En 2003 integró la antología Estruendomudo y publicó su libro de poemas El patrimonio del aire. Ha participado en Di algo para romper este silencio, libro-homenaje a Raymond Carver, coordinado por Guillermo Samperio (México, Lectorum, 2005) y en Antología de seres de la noche, selección de Salvador Luis, Cecilia Eudave y Carlos Bustos (México, Ediciones Plenilunio–Florida, Letra Roja Publisher, 2006). También está incluida en la antología Los poetas interiores. Una muestra de la nueva poesía argentina, seleccionada por Rodrigo Galarza (Madrid, Amargord, 2005).
Fotografía: Guillermo Chico.

Las flores de Tántalo

«Tú, Tántalo, ningún agua puedes coger,
y huye de ti el árbol que está sobre tu cabeza.»
Ovidio, Metamorfosis, Libro IV, 458.

Cerca de la estación Malabia parábamos al salir de la redacción, en el bar Serafín. A veces iba solo, a organizar la agenda del día siguiente si me tocaba Sucesos, o el fin de semana si tenía que cubrir los partidos de la Segunda B. Las más de las noches, cuando no jugábamos al ajedrez, me quedaba ahí perdiendo el tiempo, observando a los parroquianos, quién tenía el alma atormentada, cuál se adormecía para no tomar ninguna decisión, el que escondía sus manos manchadas; los miraba uno por uno buscando inspiración para una novela que acababa postergada por la crónica diaria.
El bar lo llevaba un alemán, Keeffer, un tipo algo hosco. Sabíamos que había venido allá por los treinta, que alguno de sus antepasados tuvo una estrafalaria taberna en Berlín, donde iban ocultistas, jueces, algún ladrón, los más, alcoholizados por las barricas de vino del Rhin. Quiso repetir la fortuna de su clan, pero el bar que puso en avenida Rivadavia se le llenó de burreros, prestamistas y chupatintas como yo. A veces bromeábamos, si Keeffer había venido en un submarino a Península de Valdés, o si su verdadero nombre era Mackie. Ni nos miraba. Callado limpiaba una y otra vez el mostrador, quitaba los vasos con restos de cerveza. Tenía una mujer, corpulenta y atildada, que venía poco por el bar. Era de más lejos aún, de donde desfallece el Danubio.
Yo los observaba tratarse, comprenderse casi sin hablar en el conjunto del mundo. Y también a los policías que entraban, y se hacía más rotundo el silencio, al que pedía una copa urgente y la dejaba sin probar, a la mujer que fumaba sola viendo llover tras los cristales, o cómo se arremolinaban y se destejían las hojas en la esquina cuando soplaba una suave brisa de septiembre. Me imaginaba escenas, tramas irresolubles, la leyenda para un siglo criminal y tedioso.
Iba por allí un bebedor fiel. Discreto. Con un traje pulcro, pasado de moda, y un pañuelito encarnado en el bolsillo. Llegaba ya pasadas las nueve, cuando las familias están cenando, y se quedaba allí hasta que Keeffer echara el cierre. Sin aspavientos, bebía unas cuantas copas de cognac, con delectación o como si le costara tragar. A veces se asomaba a nuestra partida de ajedrez, y miraba los movimientos pensando en otra cosa. Tendría unos setenta años, unas gafas redondas, ningún anillo o reloj. No participaba en las charlas improvisadas sobre las carreras de Palermo, ni sobre la última asonada militar. Yo me imaginaba su vida de empleado bancario, de gris profesor. No había sido ni artista ni gángster, de eso estaba seguro. La cabeza despoblada, surcada por una gran arruga. Acaso tuviera una madre anciana, todo el día sonámbula bajo el parral sin mesura en una casa de los suburbios.
Lo que quiero contar pasó una noche de marzo, ventosa, desapacible. Estaba esperando a Laurenzi para continuar la partida que la tarde anterior habíamos dejado inconclusa. Yo tenía blancas pero el comisario no aparecía. Y entonces entró el viejo, desencajado. Y se acercó a mi mesa.
–¿Tiene un momento? –me dijo.
–Cómo no, señor...
–Alfredo Mendieta, discúlpeme. Necesito hablar.
–Diga, no se preocupe. Acá somos todos camaradas.
No se percató de la sorna, ni de mi gesto. Pedí dos copas con una botella. Me imaginé que iba para largo. Miraba para fuera como esperando una aparición, se miraba las manos. Pensé que había acogotado a la vieja con su chalina, bajo una higuera, en el rincón más profundo de su casa de la infancia. Podía tener un gran titular para Sucesos, incluso para la cabecera del periódico si no pasaba nada más interesante por el planeta. Me fijé en sus cejas que habían crecido desordenadamente, en su voz ahogada, seca.
–Tranquilícese –le dije–, tengo tiempo. Hoy hago el turno de noche.
Keeffer pasaba la escoba lentamente, y levantaba alguna que otra silla sin hacer ruido. También estaba dispuesto a escuchar una confesión.
–La vi –espetó–. Iba con una muchachita colgada del brazo, por Esmeralda...
–¿A quién vio? ¿De quién me habla?
–De ella. Está igual. Y han pasado, no le miento, más de cincuenta años.
Entonces opté por callarme. Y me dispuse a escuchar con atención.
–Me había venido de Corrientes. Quería dedicarme al cine, fíjese qué tontería. Mi padre tenía un campito, chico, un par de vacas. Se fue de Mondragón, para labrarse un futuro, como tantos, ¿vio? Esta tierra era una gloria. El gallego se rompía el alma, y yo quería ser actor. Me echó de casa. Y entonces aparecí acá, en la descomunal ciudad, y me puse a hacer cualquier tipo de changas: llevaba hielo en una bicicleta, descargaba bolsas en el puerto, abría y cerraba las puertas a los peces gordos. Y luego, al cine. Lo vi todo en aquellos tiempos, lo que se hacía acá, lo que llegaba de afuera. A veces me quedaba un pase tras otro, hasta que encendían las luces y cerraban. Solía ir a uno que estaba detrás del Congreso, no sé si lo conoció. Discúlpeme, hace tanto que no hablo con nadie.
–No se preocupe. Me han dejado colgado con una partida a medias.
–Ah, ¿no viene el comisario? Bueno, entonces continúo. Allí la vi por primera vez, como si la hubiera hallado en un bosque, o en un cruce de caminos. Pálida como una azucena. Me atreví a hablarle cuando salía del cine. Le pregunté si iba siempre a la matiné. Dijo que cuando podía, ya que cuidaba de su hermana pequeña, que estaba muy enferma.
»La acompañé caminando hasta Paseo Colón. Era tímida. Apenas vi su hermoso perfil cruzado por minúsculas venitas azules. Se escurrió entre la multitud que buscaba deprisa sus colectivos a esas horas. No pude sacarle una promesa de verla otra vez. Me imaginé dónde viviría, en un cuartucho minúsculo al otro lado del Riachuelo, en zonas de inundación. Sombrío, de techos altos y una sola camita para las dos, la foto desvaída de unos padres guardada en un cajón.
»Se me quedaron sus ojos verdes, profundos de ciénaga, clavados en la retina. A partir de ahí iba siempre al mismo cine. Me distraía cada vez que alguien entraba o salía, esperando verla. Dejaba las cintas a la mitad, daba una vuelta a la manzana, llegaba a Plaza de Mayo, volvía, como enajenado, a mi butaca.
»Como usted imaginará, claro está, volví a encontrarla, a Amalia. Hablaba muy poco, musitando, y yo me dejaba llevar por el sonido de sus palabras. Quedé embriagado con su voz de pétalo, con sus manos de pétalos. Me contaba de su hermana Clarisa, que tenía un ojo de marfil, que le compró a un anticuario, después del accidente. No había más familia. Un bisabuelo en un pueblo remoto de Europa, si aún vivía. La cuidaba como si la atormentara la culpa, aunque ella no estaba allí cuando la niña perdió el equilibrio sobre una reja, y casi se desangra. Le cosía muñecas de trapo, con retales que encontraba por ahí, que les pedía a las compasivas modistas. Las rellenaba de serrín, les hacía trenzas con lanas de colores y con botones, los ojos.
»Fue cuestión de semanas que me las trajera a vivir malamente conmigo. A mi pensión, Habitaciones Savoy, fíjese que nombre para una pocilga. Pero allí nadie preguntaba nada, ni la patrona siquiera, a mí que era el más pibe entre viajantes empedernidos y gente sin oficio confesable. Se compartía el aljibe y una letrina al fondo del patio.
»Clarisa estaba peor de lo que me podía imaginar, languidecía en un rincón, apenas probaba bocado, le susurraba a sus muñecas de trapo como todo entretenimiento. No había aprendido a leer, a veces improvisaba un estribillo. Yo quería ahorrar, y que la viera un buen médico, incluso de Barrio Norte; pero Amalia evitaba el tema, pedía que no insistiera, que no había nada que hacer. Y que ella siempre la cuidaría.
»Yo trabajaba hasta bien tarde. Cuando llegaba, la niña dormía en el regazo de su hermana, que la envolvía como un pájaro. Clarisa respiraba levemente, apretando el rostro contra su muñequita. La pasaba a su cama con cuidado, parecía un ángel aletargado, sin peso. Musitaba entre sueños. A veces me esperaba con un ponche caliente, si había ron en casa. Otras, adormilada, Amalia me miraba sin reconocerme cuando se acostaba a mi lado, los ojos desmayados de placer, la boca de lirio. La abrazaba por la espalda para que volviera a dormirse.
»Salíamos poco, cuando yo no estaba cansado, alguna nochecita, alguna vuelta por el centro. Dejábamos a Clarisa abrigada en nuestra cama. Decía Amalia que le gustaba esa monotonía de pasar el día sola, que yo volviera a casa para ella, que le llevara regalos. Le encantaba abrir los paquetes, desplegar alguna túnica de profundo granate, cualquier prenda que simulara satén, pulseras que le llenaran el brazo y tintinearan al moverse. Como si proviniera de algún mundo suntuoso y lejano, algo que hubiera perdido para siempre y que quisiera remedar con mis pobres baratijas. Apenas sonreía. La ropa, corría a probársela, y daba vueltas a mi alrededor. No había espejo en la habitación, y sólo me tenía a mí para observarse. Se ensortijaba el largo cabello y se hacía peinados incomprensibles, en las tardas horas del día. A la niña también le trenzaba la melena, tejía una especie de tela de araña, como una de esas barbas floridas de los reyes babilonios que uno ve en los libros de Historia. Se las adornaba con hilitos de plata. Y luego la envolvía con un chal que enroscaba alrededor de su cuello, a modo de guirnalda, y la acunaba como a una demente.»
Lo escuchaba al viejo sin sabér adónde quería ir a parar. Ya estaba perdiendo la cuenta de sus copas, y las mías. Y Laurenzi seguía sin aparecer. No creo que se inventara todo esto para beber de gorra, no lo había hecho nunca. Keeffer iba y venía aburrido, escuchando a ratos esa memoria equívoca de Mendieta, quizá una fantasía senil: una amante primorosa, diestra con la seducción y con la holgazanería, y una niña enclenque, que ni chistaba. Amalia, como una madre vaporosa e intangible, con la piel de los veranos que se fueron para siempre.

–Así pasábamos el tiempo, imagínese. Yo narcotizado, el alma atravesada por esa mujer, trabajando desde el amanecer para su inverosímil monotonía. Ella, siempre sombría, como tras de un velo, atenta a su hermana pero convencida de lo baldío que era hacer nada, y la niña perdía la color y el habla, flor de un día.

Mendieta se frenó en seco. Miró a la puerta otra vez. Hacía rato que no entraba nadie al bar. Keeffer hacía cuentas sobre un periódico, y yo atentísimo como estaba, volqué gran parte del cognac sobre la mesa. Nadie se dio cuenta. El viejo sacó un pañuelo y se frotó la frente bruñida. También la boca. Y no pestañeaba cuando volvió a hablar.

–No le miento, no sé cuánto pudo durar aquello. No escribía ni a mi madre ni a mis hermanos, no tenía un trabajo fijo, no tenía amigos tampoco entonces. Quizá un año, un poco más. Eso sí, no hubo casamiento, ni la llevé a Corrientes para que la conocieran mis viejos. Un día volvía de unos estudios cinematográficos, feliz porque había hecho de figurante, con pinta de matrero, en una película sobre un gaucho lobizón, mi primer papel. Iba a ser el único. Me pagaron bien por esa pavada de simular que jugaba a los naipes en una pulpería, de donde el protagonista, una estrella de aquellos tiempos, iba a salir muerto. Compré un buen vino, unos ravioles, y fruta exótica. Pensé que le encantaría a Amalia. También una cajita de música, con una especie de hada dentro, para Clarisa. Subí exultante las escaleras. Parecía que no había nadie en la pensión, y eso me alegró más. Hasta podríamos bailar después de la cena.
»Me encontré la puerta entreabierta. Una vela encendida junto a la cama. Dejé las cosas sin hacer ruido. Amalia no estaba. Me acerqué a la niña para taparle los piecitos. Estaban helados. Eran unos pies hermosos, blancos y distinguidos, como de estatua. Hubiera sido alta la muchacha. Tenía el pelo sobre la cara, enmarañado, y faltaba su ojo de marfil. Me impresionó ese agujero en rostro tan delicado, y entonces observé dos diminutos puntos en su cuello, y un hilillo de sangre púrpura que había manchado la almohada. Acechando con sus minúsculos caracteres de una lengua remota.
»Pensé que me mareaba, y fui a buscar un vaso de agua. Chamuscado sobre la hornalla, abierto como si tuviera pétalos, estaba el ojo de Clarisa. Salí corriendo de la pensión, no atiné a avisar a nadie, ni a la patrona, ni llamé a la policía. ¿Sabe? Después de aquello no la volví a ver; pensé incluso que había sido una alucinación, que un día me la encontraría a Amalia bien casada, que me haría un reproche por mi huida, seguro que me preguntaba si había ido a probar suerte a Europa. Se me ocurrieron miles de conjeturas, llegué a recorrer las morgues de la ciudad, a perseguir a las mujeres que rondaban tarde por los cementerios. Pensaba en Clarisa, en si era la primera vez que se moría.
»Y hoy la volví a ver, a Amalia, exactamente bella como era, con sus veintipocos años, envuelta en un vestido carmesí tocado de pedrería. A este viejo achacoso ni lo miró cuando se lo cruzó por la calle. Me quedé sin habla. Iba con una niña colgada del brazo, algo rubiecita, igual que Clarisa. Apenas una chiquilla, y ya ajada como las violetas. Se ve que ya llevan algún tiempo juntas.
Inclinó la cabeza. Luego, hizo el ademán de sacar la cartera. Con un gesto le di a entender que no lo iba a permitir. Guardó el pañuelo. Se levantó despacio y colocó la silla en su sitio. Creo que musitó «discúlpeme», pero no estoy seguro. Cuando se cerró la puerta tras de sí, supe que no iba a volver por allí, que no lo iba a ver por los alrededores. Que ya no volvería a cruzarme con el viejo. Sólo me quedaba esperar que Laurenzi no me fallara al día siguiente, para retomar la dilatada partida. Y aprovechar a contarle esta historia y dejarlo que, lacónico, sentenciara que al menos Mendieta había probado algún fruto del huerto de Tántalo.

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Diego Zúñiga Henriquez.


Diego Zúñiga Henríquez (Iquique, Chile, 1987). Vive en Santiago y estudia Periodismo en la Pontificia Universidad Católica.Ha asistido al taller de narrativa de Luis López-Aliaga y fue publicado en elvolumen de cuentos "Montaña Rusa" (La calabaza del diablo, 2006) como también en la antología de narradores chilenos, realizada por la Revista española “La Siega” (www.lasiega.org). Además, obtuvo el primer lugar en el concurso “Cuentos de Campus”, realizado por la Pontificia Universidad Católica. Es conductor del programa radial de literatura, “Snob,” de www.radiouc.cl, y administra el blog literario http://putasasesinas.blogspot.com

Perdidos

Algo así como una introducción

El proyecto del rojo Salinas era el siguiente: llevar a la pantalla grande la novela de Gutiérrez, “El iceberg”, y conseguirlo en menos de cuatro horas, con una cámara digital y todo en tiempo real; en definitiva, un proyecto casi imposible, considerando las quinientas páginas de la novela, unido a la gran cantidad de locaciones donde transcurren los hechos: desde Sudáfrica, cruzando todo el Océano Atlántico, hasta llegar a la Antártica, sin contar el viaje que hacen las sardinas antes de llegar a Ciudad del Cabo: un viaje por una Latinoamérica conmocionada por las dictaduras, la muerte y los sueños incompletos.
O las pesadillas.
De esto ya van más de cinco años y aún no se sabe nada del proyecto ni del rojo Salinas. La verdad es que ya es una especie de leyenda que ronda en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Católica. Por los pasillos se cuentan escenas de la película que dicen haber visto, otros señalan que fueron a un casting donde se buscaba a los que interpretarían a los protagonistas, finalmente uno que otro explica el proyecto como si fuera él quien lo diseñó.
De rojo Salinas no se habla nada. Como si fuera tabú. O en el mejor de los casos, un secreto que nadie quiere contar. Algunos ex compañeros, ahora ya directores de televisión, guionistas, documentalistas y uno que otro dedicado al cine experimental, recuerdan muy pocas cosas de él. Ciertos gestos, palabras, obsesiones y silencios, sobre todo silencios. Porque el rojo Salinas, antes que nada, era un ser silencioso, un hombre que prefería sentarse al final de la sala y escuchar hablar a sus profesores acerca de la importancia de la sociedad de la información, o sobre las teorías críticas de Ascanio Cavallo referidas al cine chileno de los años sesenta, y tomar apuntes en una libreta que parecía no acabarse nunca, donde también anotaba ideas que se le venían a la cabeza, imágenes que veía camino a la universidad, o conversaciones que alcanzaba a oír en el metro. En definitiva, el material con el cual empezaría a trabajar antes de desaparecer.

Lo que debió ir primero

Me llamo Aldo Martínez. Estudio Periodismo en la Universidad Católica. Este es mi último año. Este es mi último trabajo, el más importante. Me pidieron que hiciera un reportaje sobre algún tema relevante. No sé si la historia del rojo Salinas sea tan importante, simplemente creo que es necesario que alguien la cuente, que se investigue su desaparición, que sepamos la verdad de algo que se incrusta en el inconciente de cada alumno que pasa por esta facultad. Creo que es necesario contar su historia. Por él. Por nosotros.

Su vida

El rojo Salinas nació en Arica, el año 1981. Es hijo único. Sus padres se separaron cuando tenía 4 años. Rodolfo Salinas, piloto comercial, se enamoró de una azafata rusa que conoció en su único viaje a Europa. La trajo a Chile. Le prometió que se casarían, que serían felices. Ella aceptó. Cuando llegaron se encontró con que su prometido era casado y tenía un hijo. El escándalo fue de proporciones. Ella gritaba. Nadie le entendía lo que decía. El papá del rojo Salinas le decía, take it easy, take it easy, pero ella gritaba más y más, mientras la mamá del rojo Salinas, con él en brazos, tomaba un taxi, a la afueras del aeropuerto de Arica, con dirección a su departamento. Allí hizo dos bolsos, con su ropa y la del rojo Salinas, y se fue donde una tía. Estuvo tres días. Al cuarto, compró un pasaje en bus y partió a Santiago, donde su hermana soltera, que la recibió en su departamento de una pieza. Vivieron siete años ahí. El rojo Salinas creció en ese departamento de la Villa Frei. Ahí jugó sus primeros partidos de básquetbol. Ahí conoció a la primera chica de la que se enamoró, una colorina con la que pasaba casi todo el día consolándola porque sus demás amigos la molestaban por el color de su pelo. Él la abrazaba y le contaba historias: cuentos donde los colorines eran los buenos, los príncipes, los ganadores.
Un dato importante: el rojo Salinas también era colorín.
Una mañana de diciembre se acercó a ella y le dijo que se iba, que su tía los había echado del departamento, que conoció a un músico con el que se casaría y viviría junto a él. La colorina lloró. El rojo Salinas, una vez más, la consoló y le dijo que volvería. Ella, entre lágrimas, levantó la mirada, se acercó un poco más y le dio un beso. El primer beso.
El rojo Salinas, según cuenta un amigo de esa época, llegó a su casa y vomitó durante diez minutos. Después se recompuso, ayudó a su madre a guardar la poca ropa que tenían y se marcharon del lugar. Nunca más regresaron a la Villa Frei. De la colorina no se sabe nada. Algunos dicen que se convirtió en una pornostar y que cuando supo que el rojo Salinas era estudiante de dirección audiovisual, lo buscó para ser la protagonista de su primera película. Otros dicen que se murió de pena porque el rojo Salinas nunca volvió a verla. Finalmente hay quienes señalan que cuando se enteró de su desaparición, tomó sus cosas y se fue a buscarlo por Latinoamérica. Su hermana, una estudiante de cuarto medio de un liceo de Ñuñoa, dijo que recibió un e-mail de ella donde le contaba que había encontrado al rojo Salinas en una playa peruana y que ahora se dirigían al D.F., donde él filmaría su primera película y ella sería la protagonista.
Puede ser. Todo puede ser. Pero en fin. Mejor sigamos.
Después de vivir con su tía, el rojo Salinas y su madre le arrendaron una pieza a una amiga que ella conoció trabajando en un supermercado. Pasaron la navidad y el año nuevo en esa habitación, encerrados, escuchando cómo la dueña de casa comía junto a su familia, abrían regalos y se daban los abrazos de año nuevo. Ellos también se dieron un abrazo. Luego se acostaron y se durmieron. Al día siguiente, el rojo Salinas, que ya tenía once años, se consiguió con su tía el número de teléfono de su papá y lo llamó. Le describió, detalladamente y con cierta exageración, las condiciones en las que estaba viviendo con su madre. El papá se puso a llorar y le dijo que lo perdonara, que él no debía estar pasando por esa miseria, que era injusto, que iría por él esa misma tarde y que buscarían un lugar donde vivir los tres, pero que era necesario que convenciera a su madre de que lo perdonara y así volvieran a vivir juntos. El rojo Salinas dijo que lo intentaría. Te quiero, hijo, indicó su papá y colgó.
Sus padres se reconciliaron. Se acabó la miseria. Comenzó la buena vida.
Se fueron a vivir a un departamento en Providencia. El rojo Salinas se cambió de colegio a uno que le quedaba a un par de cuadras. Instituto Presidente Errázuriz, se llamaba. Ahí cursó toda su enseñanza media; ahí conoció a un par de amigos cinéfilos que le empezaron a prestar películas; ahí se dio cuenta de que su pasión era el cine, que soñaba con hacer alguna vez una película y ser él el protagonista; ahí conoció, en tercero medio, a Catalán, un tipo que quería ser escritor y que leía como si el mundo se fuera a acabar mañana, con el que conversaba todos los recreos. Se contaban lo que habían visto y leído, respectivamente. Poco a poco se fueron haciendo más amigos. El rojo Salinas empezó a leer. Catalán empezó a ver películas.
Ese verano Catalán leyó “El iceberg”. Cuando volvió a clases, le contó al rojo Salinas del libro y le dijo que era la mejor novela que había leído en su vida. El rojo Salinas lo quedó mirando, esbozó una sonrisa y le dijo que no fuera tan putita, que siempre le decía lo mismo cuando leía una buena novela. Catalán lo quedó mirando y le dijo: huevón, entiende, es la mejor novela que he leído en mi vida. El rojo Salinas dejó de reírse. Esa misma tarde la pidió en el Bibliometro de Tobalaba.
Faltó dos días a clases. Al tercero llegó temprano, entró a la sala y se sentó a esperar a Catalán. Cuando lo vio, le dijo que salieran de la sala, que necesitaba hablar con él. Se fueron a caminar por Providencia. Doblaron en dirección al río Mapocho. Se tiraron en el pasto y hablaron de la novela de Gutiérrez hasta que oscureció. Al día siguiente, el rojo Salinas le dijo que algún día la haría película y que se la dedicaría a él. Catalán le dijo que le avisara por si necesitaba ayuda.
Cuando salieron de cuarto medio nunca más se vieron. Catalán se fue a estudiar literatura a Buenos Aires. Ahí vive todavía. Ha publicado un libro de cuentos titulado “Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán”. Acá en Chile nadie lo conoce, nadie lo ha criticado. En Argentina dicen que es el sucesor de Borges y comparan su llegada al país trasandino con la de Gombrowicz. Otros dicen que es una mala copia de Cortázar, mezclado con Isabel Allende, que abusa de los adjetivos y que la cursilería expuesta en sus cuentos es más que asfixiante.
La verdad es que mandé a pedir el libro, para averiguar si en algún relato se daban pistas del rojo Salinas, pero sólo me encontré, justamente, con cuentos cortazarianos y cursilones, donde Buenos Aires funciona como el cliché máximo de esa ciudad en la que todo el mundo se enamora y lee novelas románticas. Aunque hay un relato que me quedó dando vueltas, precisamente un cuento donde no se narra una historia de amor ni sucede en Buenos Aires, si no que es la historia de un hombre silencioso que un día decide desaparecer y que al final del cuento, cuando ya todo los olvidaron y nadie lo busca, dice: “Lo más fácil del mundo es creer que la vida es una película y luego darse cuenta de lo estúpido que es creer eso. Aunque hay algo más fácil: perderse en un país donde están todos perdidos. O mejor: desaparecer en un país de desaparecidos”.
Hay días donde aún pienso en ese texto. De la vida del rojo Salinas no hay mucho que agregar. Salió del colegio, dio la PSU, le fue bien y entró a estudiar Dirección Audiovisual a la Universidad Católica. El primero año le fue bien. Aprobó todos los ramos. Al segundo año disminuyó un poco sus notas. Tuvo problemas en su casa. Sus padres volvieron a separarse. En realidad, esta vez la madre agarró sus cosas y se fue. Un día lo llamó y le dijo que estaba viviendo en Paraguay, que estaba bien pero que no la buscara, que le gustaba su vida allá: sola, sin hacer nada, encerrada todo el día en una habitación de un hotel de Asunción. Dicen que el rojo Salinas le hizo caso, que no la quiso buscar. Luego entró en una pequeña depresión. Cuentan que todos los fines de semana iba al aeropuerto. Que ingresaba a la sala de embarque y miraba cómo despegaban los aviones, y con la mirada los seguía hasta que se perdían entre las nubes. Después miraba cómo aterrizaban y fijaba la vista en el avión detenido, mientras anochecía en Santiago. A eso de las once de la noche, tomaba el último bus que lo dejaba en la Alameda y regresaba a su casa. Hasta que de un día para otro dejó de hacerlo y retomó las clases en la universidad. Finalmente, pasó todos los ramos. Al tercer año, después de comentarle a un par de compañeros acerca de su proyecto cinematográfico y haber conversado con Maximiliano Rojas, el director de la carrera, detallándole todo lo que necesitaba para llevar a la pantalla grande “El iceberg”, desapareció. Hasta el día de hoy no se sabe nada. Los rumores van y vienen. Parecen olas que no quieren que llegue la noche y las dejen solas, que los surfistas las abandonen para seguir con sus vidas. Aunque aún hay un dato que falta: es una mujer. Se llama Carolina Winkler y es la última novia que tuvo el rojo Salinas.

Carolina Winkler o la última pieza del rompecabezas

Llamé a Carolina para concretar la entrevista. Me dijo que nos juntáramos en uno de esos cafés posmodernos y vanguardistas que están cerca del Bellas Artes. Como nunca, llegué puntualmente, me ubiqué en una de las dos mesas que tienen fuera del local y la esperé. Mientras tanto, me tomé dos cortados y releí todo el material que había recopilado sobre el rojo Salinas, que, sinceramente, no era mucho. Carolina debía ser la fuente principal para averiguar por qué el rojo Salinas había desaparecido y saber dónde podía encontrarse.
Carolina llegó una hora y media atrasada. Venía con una minifalda de jeans y una polera escotada. Le miré por un momento sus piernas flacas y me acordé de esas largas conversaciones donde intentaba convencerla de que sus piernas eran bellas, que parecían piernas de modelos inglesas, pero ella no me hacía caso y se amurraba y se encerraba en la pieza donde dormíamos, y luego tenía que ir y abrazarla y darle besos en el cuello para que se riera y todo volviera a la normalidad.
Ese día sus piernas me seguían pareciendo bellas, pero no se lo dije. Para ser francos, adopté una posición profesional y sólo hablamos de los que no llevó a reunirnos: el rojo Salinas.
Durante la entrevista me acordé de todo el año que pasamos juntos. Por un momento me sentí atrapado en el pasado, en esas mismas conversaciones que teníamos por horas. Ella hablando y yo escuchando. Pero siempre escondió ciertos detalles, que según ella, me podían provocar celos. Esos detalles son los puntos en que ahondé durante la entrevista, y ella se mostró reacia, un poco malhumorada a ratos. Insistió en que abandonara mi empresa, que a nadie le importaba ya el rojo Salinas, que era una estupidez seguir con la investigación, que todos debíamos dar vuelta la página, que lo más probable es que el rojo Salinas estuviera muerto. Repitió la palabra muerto dos veces y me quedé en silencio. La miré un instante, extendí un poco mi mano hacia la de ella, que estaba apoyada en la mesa, y la presioné fuerte. Nos quedamos así por unos segundos; luego, ella sacó la mano y pidió la cuenta. Cuando llegó el mesero con la boleta, Carolina me contó que había roto una promesa que le hizo al rojo Salinas en ese mismo café. Me dijo que a la primera semana de pololeo, el rojo Salinas le había contado, detalladamente y sin mayores remordimientos, el final de “El iceberg”, luego de haberle narrado, con extremada parsimonia, las dos primeras partes de la novela. Y Carolina, desconcertada por todo, le prometió que nunca lo leería.
Pero lo terminé ayer, dijo ella y yo enarqué la ceja y le pregunté que cuál era el problema. Ella agarró sus cosas, hizo parar un taxi y se fue.
No tengo idea por qué lo hizo. Al final, terminé pagando todo y no pude decirle que necesitaba que volviéramos a vernos.
Esperé un par de días antes de volver a llamarla. Cuando lo hice nadie me contestó. Insistí durante todo ese día, y el siguiente y el siguiente, sin resultados positivos. Al cuarto día fui a su casa. Me abrió la puerta su mamá. Me abrazó muy fuerte y me dijo si sabía dónde se había metido Carolina, que de un día para otro se había ido de la casa, que dejó casi toda su ropa, que según ella, quizá la raptaron, o la violaron, o la mataron. Y la señora me dijo todas esas cosas mientras no dejaba de presionarme fuerte contra ella, como si yo tuviera escondido dentro de mí a Carolina. Le dije que entráramos un momento, que se debía calmar, que ya encontraríamos a su hija. Nos sentamos en el sofá. Lloró un poco y me dijo que subiera a la pieza de Carolina, que quizá podría encontrar algo que ayudara a saber dónde andaba metida.
Subí lentamente las escaleras, avancé por el pasillo y entré a la habitación de Carolina. Todo estaba limpio y ordenado. Me puse a buscar, entre sus cuadernos, alguna dirección o algo por el estilo. No encontré nada. Encendí su computador, me senté, esperé que cargara, me conecté a internet y revisé su historial: páginas de líneas aéreas comerciales, páginas sobre cine experimental, páginas sobre cine latinoamericano, páginas sobre literatura contemporánea, páginas sobre Gutiérrez, páginas sobre “El iceberg”.
Cerré las ventanas, apagué el computador y salí de la casa.
Tomé el metro y me dirigí al Campus San Joaquín. Una vez allá, caminé rápido hacia la biblioteca central. Entré, dejé mi bolso en custodia y busqué, en la sección de Literatura Chilena, los libros de Gutiérrez.
Sólo encontré “Miradas perdidas en el asfalto”. Lo saqué y me senté en uno de los sillones que había en la biblioteca. Leí todos los poemas: una, dos, tres veces. Luego me dormí.
Soñé que unos detectives me raptaban, que me violaban arriba de un auto mientras me leían unos versos en un idioma que no entendía y luego me dejaban en la mitad del desierto.
El sonido de un timbre me despertó.
Abrí los ojos. Ya no había gente en el lugar. Sólo el tipo que estaba en custodia y una chica detrás del mesón de pedidos.
Me levanté y fui nuevamente al lugar desde donde saqué el libro. Esta vez encontré otros ejemplares: “Ballenas varadas en Pisagua”, “Caleta San Marcos”, “Océanos imaginarios” y “El iceberg”. Los tomé todos y fui al mesón de pedido. Se los pasé a la chica, que me quedó mirando un buen rato, dijo algo sobre que las bibliotecas no eran para dormir y luego agregó: son para el 4 de julio.
Agarré los libros, pedí mi bolso en custodia, los guardé y me fui.
Esa noche leí “El iceberg”. Cuando terminé me hice un café y me quedé un buen rato sentado en mi cama, sin hacer nada. Estaba amaneciendo. Mi mamá entró a mi pieza y me preguntó si ya estaba listo. Le dije que no tenía clases. ¿Y por qué estás despierto? Por nada, dije, es que no puedo dormir. ¿Te pasó algo?, preguntó mi mamá, y le volví a mentir. Luego salió de mi pieza y se fue al trabajo.
Después de unos minutos me acosté y dormí. Desperté a mediodía. No soñé con nada, o si soñé con algo, ya no lo recuerdo. Sólo sé que me levanté, que eché en un bolso un poco de ropa y los libros que había pedido en la biblioteca.

Miré por última vez mi habitación. Agarré con firmeza el bolso, cerré la puerta y me fui.

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Paula Lapido



Paula Lapido (Madrid, 1975) es licenciada en Ciencias Físicas, trabaja en el mundo informático y toca varios instrumentos musicales. Publica un artículo quincenal en sincolumna.com, mantiene un blog llamado "Escupitajos de erudición" (escupitajosdeerudicion.blogspot.com) y todo el tiempo restante (que no es mucho, pero no veas qué bien se puede llegar a estirar si uno se pone a ello) lo dedica a escribir cuentos y proyectos de novelas que algún día le gustaría publicar por ahí, a no mucho tardar si hay suerte.

Huesos de cereza

Todos los jueves vemos a Cecilia que pasa calle abajo con su bolsa de cerezas, y jugamos a averiguar a dónde va. Salimos de casa en tropel para seguir los pequeños huesos con pegotes jugosos que deja caer por el camino. Uno cada cuatro o cinco metros: es lo que le lleva coger una cereza de la bolsa del súper, metérsela en la boca y arrancarle la carne a bocados. Luego frunce los labios y escupe el hueso contra la acera. En otoño, cuando no hay cerezas, la vemos pasar comiendo pistachos; en primavera, pipas de girasol y, en invierno, castañas asadas. En realidad no se llama Cecilia, pero es el nombre que más nos gusta para ella.
Hoy es el tercer jueves que no pasa bajo nuestro balcón. Salimos a la calle y rastreamos los envoltorios de chicle, los recibos del supermercado y hasta los escupitajos. Hemos hecho un pacto: aquel de nosotros que encuentre una pista podrá ser su novio y darle besos con lengua. Si ella quiere, claro.
Llegamos hasta su portal y nos sentamos en las escaleras. No nos atrevemos a tocar el timbre. El portero se asoma y nos echa. Regresamos a casa mirando al suelo, arrastrando los pies.
Pero al doblar la última esquina nos la encontramos. A Cecilia. Va mascando chicle con la boca abierta y un macarra vestido de rapero la lleva cogida de la cintura. Sin mirarnos entre nosotros, metemos las manos en los bolsillos y sacamos en cada una un puñado de kikos. Se los arrojamos con saña, gritando: ¡traidora, traidora!, y echamos a correr hacia casa, con los ojos escociéndonos por las lágrimas.

Azul

Antes del dieciocho de octubre, justo tres meses después de que te marcharas, mi vida se reducía a trabajar, comer y dormir. De vez en cuando me encontraba con algún libro tuyo en sitios tan raros como el armario del papel higiénico, o un CD metido en la carpeta de las facturas. Entonces cerraba los ojos para no mirarlo y lo guardaba en una caja con los demás. A veces no podía evitar pasarme la tarde dándole vueltas a una frase de alguna novela que dejaste a medias, preguntándome si habría sido la última que leíste o la primera que dejaste sin leer. Así que acababa regresando a la caja y leyendo la página, el capítulo, el libro entero. También me quedé sin saber por qué no tirabas tu vieja pluma estilográfica, siempre te dejaba los dedos manchados de tinta. Justo como los tengo yo ahora mientras te escribo, Natalia. Pero entonces llegó el dieciocho de octubre.
¿Te acuerdas de aquel espantoso jarrón rojo que nos regaló tu tía Mónica cuando nos casamos? El día que lo desenvolvimos estábamos sentados en el suelo del salón. No le encontrábamos sitio. En la cocina se daba de bofetadas con los muebles y en el dormitorio parecía una mancha de sangre encima de la cómoda blanca. Hicimos el amor sobre el plástico de burbujas del envoltorio. Te dejó el cuerpo lleno de marcas redondas que yo luego quise eliminar con besos y mordiscos. El jarrón se nos olvidó en el último sitio en que lo dejamos.
Todavía está allí, encima del aparador, pero ahora es azul. Es lo que quería decirte, Natalia. El jarrón se ha vuelto azul. Sigue siendo feo, pero destaca menos. Lo vi cuando me senté a cenar, el dieciocho de octubre. Es de un azul tirando a eléctrico, como las plumas de un guacamayo, como el fondo de un cuadro de la época azul de Picasso, como aquellos vaqueros que compraste en Londres y que hacían que todo el mundo se volviese para mirarte cuando los llevabas puestos.
El día veinte fui a la cocina a desayunar. Tenía el pan de molde en la mano cuando me di cuenta de que el tostador amarillo se había vuelto azul. Igual que las toallas de aquel hotelito rural donde fuimos a pasar nuestro primer fin de semana juntos. Me acordé de la vergüenza que nos dio vernos desnudos el uno frente al otro por primera vez y de cómo crujía la cama, tanto que acabamos tirando el colchón al suelo. En la calle nevaba y nosotros echábamos vaho por la boca. Queríamos dibujar aros como los que fuman en pipa pero no lo conseguíamos.
No era el mismo frío que sentí en la cocina esa mañana mientras miraba el tostador azul. No se le parecía. Pero había dormido muy poco y pensé que lo del jarrón me había obsesionado. Guardé el tostador en una alacena y me fui sin desayunar. En el trabajo me olvidé del azul en medio de trajes grises, corbatas rojas y mesas de madera lacadas en negro.
Ahora tengo que saltar al tres de noviembre. Me había acostumbrado al jarrón y el tostador seguía guardado a buen recaudo. Ese día me dormí viendo una película japonesa subtitulada, no recuerdo el título. Cuando me desperté, el reloj del vídeo marcaba las dos y media con sus números rojos. El único ruido era el de la televisión y el del camión de basura que rondaba el barrio. Decidí irme a la cama. Tal vez, si no se me hubiera ocurrido encender la luz del dormitorio, no habría pasado nada. Habría metido la cabeza entre el colchón y la almohada y habría imaginado que dormías conmigo. El día siguiente me habría devuelto a tu taza de desayunar vacía y sucia en el fregadero, a la última lavadora que pusiste y que todavía no he sido capaz de planchar. Pero encendí la luz y vi que el edredón de rayas se había vuelto azul, una mezcla entre túnica de virgen de Murillo y mar tropical.
Fui corriendo al baño. Vomité y después me lavé la cara. Me miré en el espejo. Seguía siendo yo, con mi pelo castaño lleno de canas, mis ojos marrones y mis tres lunares en la frente. Nada de otro color. Si hubieras sido tú quien me mirase en lugar del espejo, quizá me habrías encontrado más delgado, más ojeroso, y yo te habría dicho que estabas igual de guapa que siempre. Te habría hecho cosquillas en la tripa hasta hacerte reír y te habría dicho lo bien que hueles, Natalia. Que olías.
No quería volver al dormitorio. Cerré los ojos y caminé a tientas por el pasillo. Al rozar el gotelé de la pared me vino a la cabeza aquel guante de masaje con el que me frotabas la espalda cuando nos duchábamos juntos. Sigue en el baño, al lado de tu champú con olor a limón. Llegué al dormitorio y apagué la luz de un manotazo. Me metí en la cama y me tapé, pero no conseguí dejar de temblar. Parecía que ahora el edredón abrigase menos que antes. Recordé aquel enorme pijama de franela verde y marrón que compraste en un mercadillo y que me excitaba más que cualquier conjunto de encaje, solo porque lo llevabas tú.
Durante casi dos semanas, ningún otro objeto se volvió azul. Los que ya lo eran siguieron siéndolo y yo hice lo que pude por no mirarlos demasiado. Compré galletas para no tener que tostar pan. Pensé en empezar a ir a correr de nuevo y en ordenar la casa. Llegué a sacar tu ropa del armario y a amontonarla sobre la cama. Sí, sobre el edredón azul. Estaba allí aquel vestido de Nochevieja que se te enganchaba con cualquier cosa hasta que se rompió y tuvimos que irnos a casa corriendo para no montar un strip-tease. Y tus veinte camisetas, todas iguales, cada una de un color. La naranja, la última que compraste, aún tenía la etiqueta del precio. Lo dejé todo sobre la cama, un poco porque tapaba el azul del edredón y otro poco porque olía a ti. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien como esas noches que pasé debajo de tu ropa.
Pero un viernes por la tarde volví a casa y descubrí que todas las alfombras se habían vuelto azules. El felpudo de la puerta, la grande y peluda del salón, la alfombrilla del baño. Todas azules. La del salón parecía un nido de anémonas. Me senté sobre ella y acaricié los flecos con la mano. La compramos en color crema porque no había otra en la tienda, porque ninguna pegaba con el sofá naranja, porque tu madre se había empeñado en que lo elegante eran los colores pastel, no me acuerdo. Ahora ya no me preocupa nada, ahora todo combina.
Hoy es dieciocho de diciembre. Recuerdo pocos detalles de las últimas semanas, salvo que, cada vez que regresaba del trabajo, algo más se había vuelto azul. Un día las cortinas, al siguiente mi ropa interior y no hace mucho tu taza de desayuno, que sigue en el fregadero. Hasta los posos del café han tomado un tono índigo. Esta tarde he visto cómo poco a poco las paredes iban cediendo el crudo que elegimos cuando pintamos la casa y se volvían azul cielo.
El reloj del vídeo marca las once y cuarenta y dos con sus números azules. Estoy escribiéndote esta carta con tu vieja pluma de la universidad, aunque tú nunca me dejabas usarla, decías que estaba hecha a tu mano. Es de lo poco que queda que era azul cuando tú todavía estabas aquí, Natalia. El resto – el jarrón, la tostadora, la colcha, las paredes, la bañera, los libros, las alfombras –, es todo falso, teñido. Como mis dedos manchados de tinta. En las fotos de la boda tu vestido ha pasado del blanco al turquesa y a través de los cristales de las ventanas veo un mundo que parece el fondo del océano.
Esta noche me tumbaré en la cama, apagaré la luz y me quedaré mirando a la oscuridad hasta que me venza el sueño. Intentaré acordarme de tu pelo rubio y de tus ojos castaños. Pensaré en la última vez que te vi, en aquella blusa de flores que llevabas, en los lunares rojizos de tu espalda. Recordaré el olor a mandarina de tu perfume que quedó en el aire mientras te alejabas en busca del autobús y el sabor a fresa ácida de tu brillo de labios, que me dio ganas de perseguirte para robarte otro beso.
Mañana lavaré tu taza del desayuno y me haré unas tostadas. Luego guardaré esta carta en una caja con tu ropa, que ya no huele a nada, las fotos, el jarrón y la pluma. Casi no le queda tinta. Después iré a comprar pintura. En el catálogo hay un bonito color rojo inglés. Creo que quedará bien en las paredes.

En la granja

El sol se estaba ocultando con cierta pereza cuando Doug salió del granero, justo a tiempo de ver a su padre desplomarse en el suelo. Iba hacia el establo para guardar el ganado, rastrillo en mano, y cayó como un fardo. El sombrero de paja le resbaló de la cabeza y fue rodando hasta la valla blanca y roja junto a la carretera. Maud, la vaca más anciana del rebaño, lo siguió con la mirada mientras rumiaba un bocado de hierba.
Doug se acercó a su padre lo más rápido que le permitía su pierna lisiada. Le encontró tendido boca arriba con los ojos abiertos, inmóvil. Se inclinó para escuchar su respiración. Se oían más los grillos bajo los árboles y las mandíbulas de Maud mascando. Oía más su propio corazón, que latía como un tambor del 4 de Julio.
Se arrodilló junto a él poniendo con cuidado la pierna izquierda en el suelo. Torció la boca. Le dolía con la humedad y había estado lloviendo durante días. Puso los dedos en el cuello del viejo, le buscó el pulso. Estaba caliente, la arteria palpitaba a trompicones. Las mejillas rubicundas se le habían vuelto grises. Tenía los labios agrietados y las manos callosas hundidas en la hierba. El rastrillo había caído lejos de su alcance.
Levantó la cabeza y miró hacia la casa. La luz del porche estaba encendida y le llegaba el sonido de la radio desde la cocina. Su madre y su hermana estaban preparando la cena. Por el olor, serían chuletas. Chuletas con puré de manzana y patatas asadas con mantequilla. A Doug se le hizo la boca agua. Tenía hambre. El estómago se le encogió y emitió un rugido que hizo que Maud volviese la cabeza hacia él.
La puerta de la cocina se abrió y apareció la cabeza rubia de Patti:
―¡Doug, dile a papá que la cena está lista! ―gritó, y volvió a entrar en la casa dando un portazo.
Doug fue a levantarse para llamarla pero un pinchazo en la pierna lisiada le dejó en el suelo. Ella no le habría oído ya, con la radio y el ruido de los platos. Maud mugió y Doug se la quedó mirando. La vaca se inclinó para mordisquear otro bocado de hierba. Brando, el cachorro de labrador que habían comprado el año pasado, ladró a la vez que sacudía la cola. Corría a avisar al resto de la familia para la cena. Gruñó y rascó con su pata negra una de las botas de agua verdes del viejo, que abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.
Doug recogió el rastrillo y palpó las muescas de la madera con un escalofrío. Una muesca, una noche pasada en el establo, durmiendo en el suelo. La vara estaba marcada de arriba a abajo. Se volvió hacia la casa, luego hacia su padre. Su rostro se difuminaba en la semioscuridad. Arrancó un puñado de hierba imitando a Maud y se lo acercó a la nariz. Él le miró con sus ojos azules muy abiertos, sin parpadear. Se le crisparon las manos. Vino una brisa nocturna y las briznas volaron de los dedos de Doug.
Se levantó. El viejo le agarró de la pierna izquierda. Aún tenía fuerza, le clavaba las uñas en la piel a través del pantalón. Un calambre le subió por la pantorrilla hasta la cadera. Se apoyó en el rastrillo y esperó. Los grillos subían poco a poco el volumen de sus crujidos. Pasó un rato hasta que el sol se hubo ocultado por completo. Ahora solo distinguía los ojos de Maud que reflejaban las luces del porche. La mano que le sujetaba fue aflojándose hasta caer de nuevo inmóvil sobre la hierba.
Doug echó a andar hacia la casa cojeando. Brando le adelantó a la carrera para ir a rascar la puerta de la cocina. Chuletas, sí, no se había equivocado. Dejó el rastrillo en el porche y entró. El bol de puré de manzana estaba sobre la mesa con la cerveza de su padre. Fue a lavarse las manos en el fregadero y se sentó en su sitio, a la derecha de la cabecera. Patti le puso un plato limpio y le llenó el vaso de agua. Cuando retiraba la jarra, Doug la sujetó del brazo y le sonrió. Le retiró el pelo rubio de la cara. El moratón del ojo se le había puesto amarillo pero pronto no se notaría, en cuanto le diera un poco el sol.
―¿Y papá? ―preguntó ella.
Doug bajó los ojos y miró el mantel de cuadros.
―En el establo, creo.
Patti no dijo nada más. Fue por la bandeja de chuletas y la puso en la mesa. Doug cogió una y empezó a comer. Se moría de hambre. Su hermana le miró con los ojos muy abiertos.
―¿No esperas a papá? ―le dijo en voz baja.
Su madre apareció con las patatas.
―¡Douglas! ―exclamó― ¡Ya sabes que no podemos empezar a comer hasta que tu padre no haya venido! ¡Sabes de sobra cuánto le molesta! – dejó la bandeja en la mesa y se frotó las manos en el delantal. Miró de reojo hacia la puerta.
―No os preocupéis. Sentaos.
Doug terminó la chuleta; cogió otra. Bebió agua. Su madre y su hermana seguían de pie junto a la mesa, mirándole mientras comía.
―Mamá, podríamos abrir esa botella de vino que guardas en la alacena para las ocasiones especiales. Sé que te gusta y nunca bebes. Espera, yo la cojo.
Doug fue a por la botella, le sacó el corcho y llenó el vaso de su madre, el de su hermana y el suyo propio, hasta el borde. Las dos mujeres miraron hacia la puerta y tomaron asiento sin decir palabra.
―He estado pensando que los aperos están muy viejos ―dijo Doug―. La semana próxima iré al pueblo a comprar un rastrillo nuevo y alguna otra cosa.
Patti volvió a retirarse el pelo que le caía sobre la cara. Su madre cogió el vaso de vino y se lo bebió de un sorbo largo, atropellado.
―Mamá, las chuletas están muy ricas. Comed, se van a enfriar. Venga, Patti, sírvete.
Brando frotó su hocico contra la pierna lisiada de Doug. Él le tiró una chuleta. Patti subió el volumen de la radio. La madre hizo ademán de decirle algo, pero Doug la interrumpió tendiéndole el bol del puré de manzana. Durante unos instantes el cuenco se quedó allí, entre los dos, exhalando sus vapores dulces hacia el techo. Después ella lo cogió y se sirvió.