Carlos González Zambrano


Carlos González Zambrano nació ideológicamente en el Sur, en 1973. Cursó estudios universitarios por allá cerca, lo que le abocó irremediablemente a un trabajo precario y un sueldo bizco. Es un gran amante de la lectura, afición que ha contribuido a mejorar el léxico de su pareja, que se ha visto obligada a recurrir con frecuencia al diccionario en busca de nuevas variantes de recriminaciones para demandar atención.
Extremófilo confeso, practica semanalmente terapia en su blog http://extremofilos.blogspot.com
Actualmente escribe a ratos.


Aquellos maravillosos años

Mi infancia, como la de cualquiera, estuvo plagada de monstruos. A los dos años, el lobo comenzó a importunar mis primeros pasos y coartaba mi recién estrenada verticalidad. Cuando comenzaba a domarlo, la bruja asomó su verruga y tomó el relevo en mis pesadillas. Los círculos que trazaba con su escoba señalaban la frontera de mis incursiones. Tenía cuatro años la primera vez que me llevó el hombre del saco. Sus secuestros duraban lo justo para mantenerme atemorizado y evitar que nadie reparase en mi ausencia. Para mi quinto cumpleaños, me regalaron la amenaza del coco, cuya asechanza inquietó varios años de mi vida.
Con el tiempo, los monstruos se hicieron noctámbulos y mi insomnio, crónico. Las ranuras de los armarios se poblaron de ojos, los bajos de las camas se llenaron de murmullos y la ropa de la cama amanecía mojada con frecuencia. A punto de abandonar la infancia, el monstruo de la ceguera perturbó mis primeros episodios onanistas en el cuarto de baño.
De todos aquellos monstruos, ninguno tan terrorífico y perdurable como la silueta que llenaba el marco de la puerta de mi dormitorio y que anunciaba su visita con estrépito de cristales rotos. Las noches en que aparecía, me zambullía en las sábanas y permanecía inmóvil, con la esperanza de no ser descubierto. Algunas mañanas me despertaba con extrañas marcas en los brazos y evitaba mirar hacia la puerta, temeroso de descubrir la silueta del monstruo, que a esas horas besaba a mamá en la mejilla y se despedía hasta la tarde.

El manicuro

Apenas tenía cuatro años cuando descubrió algo que habría de marcar el resto de su vida: las uñas crecían. Muy pronto tomó la determinación de sorprenderlas en pleno proceso de crecimiento, hasta el punto de transformarse en una obsesión. Tardó poco en adquirir la condición de insomne y no dudó en recurrir a las drogas para ahuyentar el sueño; tal era su empeño.
Escogía sus amistades y sus parejas en función de las uñas; poco importaba que fueran mujeres de ubres bizcas, carentes de conversación, que emanaran un aliento de cloaca o exhibieran costumbres portuarias; bastaba con que exhibieran uñas fuertes y bien esculpidas. Estudió manicura y montó su propio gabinete de belleza y estética. Para sus vacaciones, elegía algún pueblo incomunicado, donde nada le distrajera y pudiera dedicarse en cuerpo y alma a la observación de las uñas.
También inventaba trucos, que le granjearon entre sus conocidos fama de excéntrico: se pintaba las uñas con colores llamativos, creyendo que así le resultaría más sencillo percibir el crecimiento; practicaba muescas en las uñas, con idéntica intención; se ataba las manos a los barrotes de la cama y las grababa en vídeo mientras dormía.
Las rarezas se acrecentaron tras la jubilación. Con todo el tiempo a su disposición, ingresó de modo voluntario en un asilo, y no hacía otra cosa que observar sus manos. Confiaba en que la senectud le confiriera una serenidad que le posibilitara adaptarse a la velocidad de crecimiento de las uñas.
Nada le dio resultado.
Finalmente, su insistencia pareció tener recompensa: cuando exhalaba su último aliento, creyó apreciar el crecimiento de las uñas. Eso sí, siempre le quedaría la duda de si realmente había visto las uñas crecer o la piel retraerse.

Pasarela

Mientras le abrochan el último botón del vestido, de la misma talla que el de las modelos de las revistas, piensa con satisfacción que, después de todo, ha merecido la pena tanto sacrificio, que tantos días sin probar bocado han servido para algo. Pero enseguida vuelve a sentirse frustrada al comprobar que el ataúd que le están probando le queda demasiado estrecho.

Verdades como cuchillos

Si fuese sincero contigo correría el riesgo de decirte la verdad.

De tal palo

-Cada día te pareces más a tu padre- le dijo a su pequeño ovillada en un rincón, con el labio partido y dos costillas rotas.

El goce hace el cariño

Ni verse podían, así que optaron por hacerlo con las luces apagadas.

Reciprocidades

Desde que conocieron la noticia esta mañana, no se miran igual. Sentados en los bordes opuestos de la cama, se evitan, se dan la espalda. Saben que es absurdo permanecer así toda la noche, así que al cabo se tumban, se tapan con las sábanas, apagan la luz, se dan las buenas noches; pero no logran dormirse: aquella palabra preñada de culpa revolotea sobre sus cabezas como un moscardón impertinente. Bien entrada la noche, los cuerpos, que nada saben de cargo de conciencia, actúan por su cuenta: se aproximan, se tocan, se relajan, se acomodan, la espalda de ella contra el pecho de él. Mientras, el moscardón continúa zumbando su culpa. Transcurridos unos minutos, ella se gira y le encara, él la toma de la cintura y la atrae para sí. Se miran, se sonríen. “Nuestro hijo va a salir tonto”, dice él. “Como nosotros”, dice ella. Y se besan, se acarician, se descubren, se dilatan las pupilas.

Seres mitológicos: el amado

A la enamorada le bailaban mariposas en el estómago y se sentía como en una nube, y no era para menos: el amado le había guiñado un ojo. La amiga, que presumía de pragmatismo y se jactaba de tener los pies en el suelo, le aconsejaba que no se confiara, todos los hombres son iguales, le decía también. La enamorada no escuchaba o fingía no escuchar, y observaba alelada un punto indeterminado frente a ella. Acuérdate de la última vez, te ilusionas demasiado y luego, ya sabes, razonaba la amiga, tratando de no resultar demasiado brusca. Pero la enamorada no sabía y se limitaba a sonreír. ¿Estás segura de que te ha guiñado?, ¿no habrá sido un simple parpadeo?, probaba la amiga. Tu problema es que no confías en nadie, respondía la enamorada, segura del guiño, y así te va, apostillaba con cierta malicia.
Ajeno a todo, el cíclope pensaba en sus cosas.

Cuento de más horror si cabe

a Arreola

El fantasma que amé se ha convertido en mujer.


Un cliente habitual

Después de todo un día en la carretera, era de agradecer que usted me recibiera con una sonrisa de oreja a oreja. Acostumbrado a la rutina de los hoteles, le entregué enseguida el DNI y usted asintió apenas. Bienvenido, señor Parrado, me dijo sin borrar la sonrisa, su habitación es la 2032, segunda planta a la derecha, el ascensor se encuentra al fondo del pasillo. Recogí el equipaje del suelo y la llave que usted me ofrecía. Una placa en la solapa de su chaqueta me reveló que su nombre era Carolina Ferrer. Me retiré a mi habitación pensando en el cliente que debía visitar al día siguiente para instalar un nuevo programa informático. Antes de tomar el ascensor la miré de reojo desde el fondo del pasillo y me pareció ver que aún sonreía.
Ese mes regresé en cuatro ocasiones al hotel por motivos laborales, tres veces fue usted quien me dio la bienvenida con su sonrisa de oreja a oreja y me entregó la llave de la habitación, siempre la 2032; la cuarta me recibió un chico joven, con el nudo de la corbata ligeramente desplazado hacia la derecha y una justa corrección. Me alojó en la 3124. Aquella noche apenas pude dormir.
Una vez instalado el programa, bastaba con que viniera cada tres meses, y más por mantener la confianza del cliente que por necesidad real. De buenas a primeras, me encontré pretextando motivos para volver a su ciudad y urdí nuevas visitas. Reservé habitación en su hotel varios fines de semana consecutivos, con la única intención de encontrarla tras el mostrador. En esas visitas pude recorrer las calles como lo haría un turista, distraídamente, sin prisas, y creo que empecé a amar su ciudad simplemente porque era la suya, señorita Ferrer. A esta predisposición al esparcimiento contribuyó el hecho de que siempre la encontraba a usted tras el mostrador, coincidencia que me llevó a sospechar, primero, y a desear, después, que usted chequeaba todas las semanas las reservas y hacía coincidir su turno con el día de mi llegada.
No tardamos en establecer conversaciones más allá de los saludos; excusados en mis visitas a la ciudad, usted inventaba recomendaciones, yo agradecía, usted proponía alternativas, yo le sugerí un libro, usted aconsejó una película.
Así las cosas, parecía natural que un sábado se ofreciera a acompañarme al museo al día siguiente, en su día libre, a una exposición itinerante de arte persa. Accedí, por supuesto, a pesar de que el arte persa no me interesaba lo más mínimo. El domingo transcurrió más rápido de lo habitual, usted me explicaba los detalles de la exposición, yo pensaba si todo eso lo sabía de antes o lo había memorizado para mí, almorzamos en un bar cerca del museo, luego paseamos por la orilla del río y hablamos de esto y de aquello, y ya avanzada la tarde nos despedimos en una parada de autobús, yo camino del hotel, usted de su casa.
Fue un día maravilloso, y no supe si agradecérselo o agradecértelo.
En mi siguiente estancia en el hotel, te encontré sonriendo como de costumbre tras el mostrador de recepción, te enseñé el DNI y usted, en lugar de entregarme la llave de la 2032, me diste la de tu casa. El lunes llamé a la empresa para pedir el traslado a tu ciudad, que me concedieron sin demasiadas trabas.
A partir de entonces, jugábamos a que tú eras la recepcionista y yo el cliente: yo llegaba a casa y te mostraba el DNI, y tú sonreías y me dejabas pasar. Luego, con la excusa de hacer el juego más ameno, ensayamos alternativas: el nombre de mi DNI no coincidía con ninguno de tu listado, chequeabas todas las entradas previstas para el día y descubrías que mi nombre estaba mal trascrito, recuperabas entonces la sonrisa y me entregabas las llaves de tu casa. Otra veces yo olvidaba el DNI, tú no tenías más remedio que mantenerte firme y negarme la llave, yo trataba de hacerte ver que era un cliente habitual, te retirabas un instante a consultar con tu jefe y finalmente me dejabas pasar, no sin dejar de advertirme, con una sonrisa que me parecía forzada, que la próxima vez no me darías la llave si olvidaba el DNI, son normas del establecimiento.
Hartos de la misma rutina, nos dio por complicar el juego: yo llegaba al mostrador y sacaba el DNI, tú sonreías como siempre, mirabas tus listados, levantabas la cabeza y me decías que no tenía reserva, yo intentaba convencerte de lo contrario, te daba nombres de secretarias, de agencias de viajes, tú verificabas tus listados y negabas con la cabeza a cada nombre que yo te daba e ibas borrando la sonrisa, simulábamos entonces una discusión que poco a poco subía de tono, yo afirmaba con convicción haber efectuado la reserva, tú negabas sin sonrisa, finalmente deducías de mis palabras enojadas que la reserva la habían hecho para el día anterior, me explicabas seria que al no haber llamado para modificar la llegada, la reserva se cancelaba automáticamente, censurabas mi actitud con tu seriedad y acababas por entregarme la llave, aclarándome que había tenido suerte de que hubiera una habitación disponible aún.
A pesar de los cambios que íbamos introduciendo, el juego terminó por aburrirnos. Tú, que siempre fuiste más cabal, propusiste ponerle fin, pero yo, en un último intento de prolongar la diversión, me presenté ante a ti sin previa reserva y exigí la llave con severidad, tú me recibiste con la sonrisa de siempre y me dijiste lo siento, no hay reserva a su nombre, yo protesté como nunca, te increpé con una actitud chulesca, tú guardaste las formas y te esforzaste en buscar una habitación, lo lamento, caballero, me dijiste, de momento no hay habitaciones disponibles, es posible que un cliente abandone la habitación un día antes de lo previsto, si no le importa esperar un rato, dijiste, yo me senté frente a recepción y fingí un enojo que a estas alturas casi lo creía cierto, estaba convencido de que había alguna habitación libre que no me dabas, tú permanecías seria tras el mostrador, mientras dabas la bienvenida y despedías a otros clientes. Al cabo, me acerqué al mostrador y volví a preguntar por la habitación, seguro que hay alguna habitación reservada para los clientes habituales, dije, todos los hoteles lo hacen, apostillé, tú mirabas los listados sin levantar la cabeza, ¿cree usted que si hubiera alguna habitación libre no se la daría?, respondiste en tono neutro, y yo regresé malhumorado al sofá. Pasados unos minutos, me llamaste con un gesto de la mano, ya tenemos habitación, dijiste, aquí tiene su llave, señor Parrado, dijiste también, y yo recogí la llave de la 2032 y me perdí en el pasillo, con la convicción de que no regresaría más a este hotel, señorita Ferrer; no se puede tratar así a un cliente habitual.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"Aquellos maravillosos años", muy bueno.La cosa después decae, y en algún caso ("El manicuro") decepciona, por la espectativa del relato inicial, supongo....

Sergi Bellver dijo...

Qué ojo tienes, Miguel Ángel.

A veces Carlos, cuanto más breve, más demoledor, lo que es de admirar, porque cuesta más embutir un cuento y que funcione en un corsé tan pequeño.

Mira si tienes ojo, amigo M.A., que uno de "tus inéditos", José Antonio, ha quedado finalista del "Diomedea" (como Chéjov manda, sin firma, sin datos, sin atajos, por el puro texto... me pregunto si sabías cuando votabas, en fin, no seré malo), y otro de los tres (no diré más) envió un relato que no entró en los candidatos por los pelos. La verdad es que las pasé canutas decidiendo los doce.

Me alegra que tuviéramos aquél día de "causalidad" compartida, creo que entre todos podemos hacer mucho por el cuento. Desde luego, talento, como se ve con González Zambrano, con Ruiz y con otros, no falta. "Sólo" queda seguir currando y mucho.

Un fuerte abrazo y buen fin de semana... y descansemos un poco, hombre.