Paula Lapido (Madrid, 1975) es licenciada en Ciencias Físicas, trabaja en el mundo informático y toca varios instrumentos musicales. Publica un artículo quincenal en sincolumna.com, mantiene un blog llamado "Escupitajos de erudición" (escupitajosdeerudicion.blogspot.com) y todo el tiempo restante (que no es mucho, pero no veas qué bien se puede llegar a estirar si uno se pone a ello) lo dedica a escribir cuentos y proyectos de novelas que algún día le gustaría publicar por ahí, a no mucho tardar si hay suerte.
Huesos de cereza
Todos los jueves vemos a Cecilia que pasa calle abajo con su bolsa de cerezas, y jugamos a averiguar a dónde va. Salimos de casa en tropel para seguir los pequeños huesos con pegotes jugosos que deja caer por el camino. Uno cada cuatro o cinco metros: es lo que le lleva coger una cereza de la bolsa del súper, metérsela en la boca y arrancarle la carne a bocados. Luego frunce los labios y escupe el hueso contra la acera. En otoño, cuando no hay cerezas, la vemos pasar comiendo pistachos; en primavera, pipas de girasol y, en invierno, castañas asadas. En realidad no se llama Cecilia, pero es el nombre que más nos gusta para ella.
Hoy es el tercer jueves que no pasa bajo nuestro balcón. Salimos a la calle y rastreamos los envoltorios de chicle, los recibos del supermercado y hasta los escupitajos. Hemos hecho un pacto: aquel de nosotros que encuentre una pista podrá ser su novio y darle besos con lengua. Si ella quiere, claro.
Llegamos hasta su portal y nos sentamos en las escaleras. No nos atrevemos a tocar el timbre. El portero se asoma y nos echa. Regresamos a casa mirando al suelo, arrastrando los pies.
Pero al doblar la última esquina nos la encontramos. A Cecilia. Va mascando chicle con la boca abierta y un macarra vestido de rapero la lleva cogida de la cintura. Sin mirarnos entre nosotros, metemos las manos en los bolsillos y sacamos en cada una un puñado de kikos. Se los arrojamos con saña, gritando: ¡traidora, traidora!, y echamos a correr hacia casa, con los ojos escociéndonos por las lágrimas.
Azul
Antes del dieciocho de octubre, justo tres meses después de que te marcharas, mi vida se reducía a trabajar, comer y dormir. De vez en cuando me encontraba con algún libro tuyo en sitios tan raros como el armario del papel higiénico, o un CD metido en la carpeta de las facturas. Entonces cerraba los ojos para no mirarlo y lo guardaba en una caja con los demás. A veces no podía evitar pasarme la tarde dándole vueltas a una frase de alguna novela que dejaste a medias, preguntándome si habría sido la última que leíste o la primera que dejaste sin leer. Así que acababa regresando a la caja y leyendo la página, el capítulo, el libro entero. También me quedé sin saber por qué no tirabas tu vieja pluma estilográfica, siempre te dejaba los dedos manchados de tinta. Justo como los tengo yo ahora mientras te escribo, Natalia. Pero entonces llegó el dieciocho de octubre.
¿Te acuerdas de aquel espantoso jarrón rojo que nos regaló tu tía Mónica cuando nos casamos? El día que lo desenvolvimos estábamos sentados en el suelo del salón. No le encontrábamos sitio. En la cocina se daba de bofetadas con los muebles y en el dormitorio parecía una mancha de sangre encima de la cómoda blanca. Hicimos el amor sobre el plástico de burbujas del envoltorio. Te dejó el cuerpo lleno de marcas redondas que yo luego quise eliminar con besos y mordiscos. El jarrón se nos olvidó en el último sitio en que lo dejamos.
Todavía está allí, encima del aparador, pero ahora es azul. Es lo que quería decirte, Natalia. El jarrón se ha vuelto azul. Sigue siendo feo, pero destaca menos. Lo vi cuando me senté a cenar, el dieciocho de octubre. Es de un azul tirando a eléctrico, como las plumas de un guacamayo, como el fondo de un cuadro de la época azul de Picasso, como aquellos vaqueros que compraste en Londres y que hacían que todo el mundo se volviese para mirarte cuando los llevabas puestos.
El día veinte fui a la cocina a desayunar. Tenía el pan de molde en la mano cuando me di cuenta de que el tostador amarillo se había vuelto azul. Igual que las toallas de aquel hotelito rural donde fuimos a pasar nuestro primer fin de semana juntos. Me acordé de la vergüenza que nos dio vernos desnudos el uno frente al otro por primera vez y de cómo crujía la cama, tanto que acabamos tirando el colchón al suelo. En la calle nevaba y nosotros echábamos vaho por la boca. Queríamos dibujar aros como los que fuman en pipa pero no lo conseguíamos.
No era el mismo frío que sentí en la cocina esa mañana mientras miraba el tostador azul. No se le parecía. Pero había dormido muy poco y pensé que lo del jarrón me había obsesionado. Guardé el tostador en una alacena y me fui sin desayunar. En el trabajo me olvidé del azul en medio de trajes grises, corbatas rojas y mesas de madera lacadas en negro.
Ahora tengo que saltar al tres de noviembre. Me había acostumbrado al jarrón y el tostador seguía guardado a buen recaudo. Ese día me dormí viendo una película japonesa subtitulada, no recuerdo el título. Cuando me desperté, el reloj del vídeo marcaba las dos y media con sus números rojos. El único ruido era el de la televisión y el del camión de basura que rondaba el barrio. Decidí irme a la cama. Tal vez, si no se me hubiera ocurrido encender la luz del dormitorio, no habría pasado nada. Habría metido la cabeza entre el colchón y la almohada y habría imaginado que dormías conmigo. El día siguiente me habría devuelto a tu taza de desayunar vacía y sucia en el fregadero, a la última lavadora que pusiste y que todavía no he sido capaz de planchar. Pero encendí la luz y vi que el edredón de rayas se había vuelto azul, una mezcla entre túnica de virgen de Murillo y mar tropical.
Fui corriendo al baño. Vomité y después me lavé la cara. Me miré en el espejo. Seguía siendo yo, con mi pelo castaño lleno de canas, mis ojos marrones y mis tres lunares en la frente. Nada de otro color. Si hubieras sido tú quien me mirase en lugar del espejo, quizá me habrías encontrado más delgado, más ojeroso, y yo te habría dicho que estabas igual de guapa que siempre. Te habría hecho cosquillas en la tripa hasta hacerte reír y te habría dicho lo bien que hueles, Natalia. Que olías.
No quería volver al dormitorio. Cerré los ojos y caminé a tientas por el pasillo. Al rozar el gotelé de la pared me vino a la cabeza aquel guante de masaje con el que me frotabas la espalda cuando nos duchábamos juntos. Sigue en el baño, al lado de tu champú con olor a limón. Llegué al dormitorio y apagué la luz de un manotazo. Me metí en la cama y me tapé, pero no conseguí dejar de temblar. Parecía que ahora el edredón abrigase menos que antes. Recordé aquel enorme pijama de franela verde y marrón que compraste en un mercadillo y que me excitaba más que cualquier conjunto de encaje, solo porque lo llevabas tú.
Durante casi dos semanas, ningún otro objeto se volvió azul. Los que ya lo eran siguieron siéndolo y yo hice lo que pude por no mirarlos demasiado. Compré galletas para no tener que tostar pan. Pensé en empezar a ir a correr de nuevo y en ordenar la casa. Llegué a sacar tu ropa del armario y a amontonarla sobre la cama. Sí, sobre el edredón azul. Estaba allí aquel vestido de Nochevieja que se te enganchaba con cualquier cosa hasta que se rompió y tuvimos que irnos a casa corriendo para no montar un strip-tease. Y tus veinte camisetas, todas iguales, cada una de un color. La naranja, la última que compraste, aún tenía la etiqueta del precio. Lo dejé todo sobre la cama, un poco porque tapaba el azul del edredón y otro poco porque olía a ti. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien como esas noches que pasé debajo de tu ropa.
Pero un viernes por la tarde volví a casa y descubrí que todas las alfombras se habían vuelto azules. El felpudo de la puerta, la grande y peluda del salón, la alfombrilla del baño. Todas azules. La del salón parecía un nido de anémonas. Me senté sobre ella y acaricié los flecos con la mano. La compramos en color crema porque no había otra en la tienda, porque ninguna pegaba con el sofá naranja, porque tu madre se había empeñado en que lo elegante eran los colores pastel, no me acuerdo. Ahora ya no me preocupa nada, ahora todo combina.
Hoy es dieciocho de diciembre. Recuerdo pocos detalles de las últimas semanas, salvo que, cada vez que regresaba del trabajo, algo más se había vuelto azul. Un día las cortinas, al siguiente mi ropa interior y no hace mucho tu taza de desayuno, que sigue en el fregadero. Hasta los posos del café han tomado un tono índigo. Esta tarde he visto cómo poco a poco las paredes iban cediendo el crudo que elegimos cuando pintamos la casa y se volvían azul cielo.
El reloj del vídeo marca las once y cuarenta y dos con sus números azules. Estoy escribiéndote esta carta con tu vieja pluma de la universidad, aunque tú nunca me dejabas usarla, decías que estaba hecha a tu mano. Es de lo poco que queda que era azul cuando tú todavía estabas aquí, Natalia. El resto – el jarrón, la tostadora, la colcha, las paredes, la bañera, los libros, las alfombras –, es todo falso, teñido. Como mis dedos manchados de tinta. En las fotos de la boda tu vestido ha pasado del blanco al turquesa y a través de los cristales de las ventanas veo un mundo que parece el fondo del océano.
Esta noche me tumbaré en la cama, apagaré la luz y me quedaré mirando a la oscuridad hasta que me venza el sueño. Intentaré acordarme de tu pelo rubio y de tus ojos castaños. Pensaré en la última vez que te vi, en aquella blusa de flores que llevabas, en los lunares rojizos de tu espalda. Recordaré el olor a mandarina de tu perfume que quedó en el aire mientras te alejabas en busca del autobús y el sabor a fresa ácida de tu brillo de labios, que me dio ganas de perseguirte para robarte otro beso.
Mañana lavaré tu taza del desayuno y me haré unas tostadas. Luego guardaré esta carta en una caja con tu ropa, que ya no huele a nada, las fotos, el jarrón y la pluma. Casi no le queda tinta. Después iré a comprar pintura. En el catálogo hay un bonito color rojo inglés. Creo que quedará bien en las paredes.
En la granja
El sol se estaba ocultando con cierta pereza cuando Doug salió del granero, justo a tiempo de ver a su padre desplomarse en el suelo. Iba hacia el establo para guardar el ganado, rastrillo en mano, y cayó como un fardo. El sombrero de paja le resbaló de la cabeza y fue rodando hasta la valla blanca y roja junto a la carretera. Maud, la vaca más anciana del rebaño, lo siguió con la mirada mientras rumiaba un bocado de hierba.
Doug se acercó a su padre lo más rápido que le permitía su pierna lisiada. Le encontró tendido boca arriba con los ojos abiertos, inmóvil. Se inclinó para escuchar su respiración. Se oían más los grillos bajo los árboles y las mandíbulas de Maud mascando. Oía más su propio corazón, que latía como un tambor del 4 de Julio.
Se arrodilló junto a él poniendo con cuidado la pierna izquierda en el suelo. Torció la boca. Le dolía con la humedad y había estado lloviendo durante días. Puso los dedos en el cuello del viejo, le buscó el pulso. Estaba caliente, la arteria palpitaba a trompicones. Las mejillas rubicundas se le habían vuelto grises. Tenía los labios agrietados y las manos callosas hundidas en la hierba. El rastrillo había caído lejos de su alcance.
Levantó la cabeza y miró hacia la casa. La luz del porche estaba encendida y le llegaba el sonido de la radio desde la cocina. Su madre y su hermana estaban preparando la cena. Por el olor, serían chuletas. Chuletas con puré de manzana y patatas asadas con mantequilla. A Doug se le hizo la boca agua. Tenía hambre. El estómago se le encogió y emitió un rugido que hizo que Maud volviese la cabeza hacia él.
La puerta de la cocina se abrió y apareció la cabeza rubia de Patti:
―¡Doug, dile a papá que la cena está lista! ―gritó, y volvió a entrar en la casa dando un portazo.
Doug fue a levantarse para llamarla pero un pinchazo en la pierna lisiada le dejó en el suelo. Ella no le habría oído ya, con la radio y el ruido de los platos. Maud mugió y Doug se la quedó mirando. La vaca se inclinó para mordisquear otro bocado de hierba. Brando, el cachorro de labrador que habían comprado el año pasado, ladró a la vez que sacudía la cola. Corría a avisar al resto de la familia para la cena. Gruñó y rascó con su pata negra una de las botas de agua verdes del viejo, que abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.
Doug recogió el rastrillo y palpó las muescas de la madera con un escalofrío. Una muesca, una noche pasada en el establo, durmiendo en el suelo. La vara estaba marcada de arriba a abajo. Se volvió hacia la casa, luego hacia su padre. Su rostro se difuminaba en la semioscuridad. Arrancó un puñado de hierba imitando a Maud y se lo acercó a la nariz. Él le miró con sus ojos azules muy abiertos, sin parpadear. Se le crisparon las manos. Vino una brisa nocturna y las briznas volaron de los dedos de Doug.
Se levantó. El viejo le agarró de la pierna izquierda. Aún tenía fuerza, le clavaba las uñas en la piel a través del pantalón. Un calambre le subió por la pantorrilla hasta la cadera. Se apoyó en el rastrillo y esperó. Los grillos subían poco a poco el volumen de sus crujidos. Pasó un rato hasta que el sol se hubo ocultado por completo. Ahora solo distinguía los ojos de Maud que reflejaban las luces del porche. La mano que le sujetaba fue aflojándose hasta caer de nuevo inmóvil sobre la hierba.
Doug echó a andar hacia la casa cojeando. Brando le adelantó a la carrera para ir a rascar la puerta de la cocina. Chuletas, sí, no se había equivocado. Dejó el rastrillo en el porche y entró. El bol de puré de manzana estaba sobre la mesa con la cerveza de su padre. Fue a lavarse las manos en el fregadero y se sentó en su sitio, a la derecha de la cabecera. Patti le puso un plato limpio y le llenó el vaso de agua. Cuando retiraba la jarra, Doug la sujetó del brazo y le sonrió. Le retiró el pelo rubio de la cara. El moratón del ojo se le había puesto amarillo pero pronto no se notaría, en cuanto le diera un poco el sol.
―¿Y papá? ―preguntó ella.
Doug bajó los ojos y miró el mantel de cuadros.
―En el establo, creo.
Patti no dijo nada más. Fue por la bandeja de chuletas y la puso en la mesa. Doug cogió una y empezó a comer. Se moría de hambre. Su hermana le miró con los ojos muy abiertos.
―¿No esperas a papá? ―le dijo en voz baja.
Su madre apareció con las patatas.
―¡Douglas! ―exclamó― ¡Ya sabes que no podemos empezar a comer hasta que tu padre no haya venido! ¡Sabes de sobra cuánto le molesta! – dejó la bandeja en la mesa y se frotó las manos en el delantal. Miró de reojo hacia la puerta.
―No os preocupéis. Sentaos.
Doug terminó la chuleta; cogió otra. Bebió agua. Su madre y su hermana seguían de pie junto a la mesa, mirándole mientras comía.
―Mamá, podríamos abrir esa botella de vino que guardas en la alacena para las ocasiones especiales. Sé que te gusta y nunca bebes. Espera, yo la cojo.
Doug fue a por la botella, le sacó el corcho y llenó el vaso de su madre, el de su hermana y el suyo propio, hasta el borde. Las dos mujeres miraron hacia la puerta y tomaron asiento sin decir palabra.
―He estado pensando que los aperos están muy viejos ―dijo Doug―. La semana próxima iré al pueblo a comprar un rastrillo nuevo y alguna otra cosa.
Patti volvió a retirarse el pelo que le caía sobre la cara. Su madre cogió el vaso de vino y se lo bebió de un sorbo largo, atropellado.
―Mamá, las chuletas están muy ricas. Comed, se van a enfriar. Venga, Patti, sírvete.
Brando frotó su hocico contra la pierna lisiada de Doug. Él le tiró una chuleta. Patti subió el volumen de la radio. La madre hizo ademán de decirle algo, pero Doug la interrumpió tendiéndole el bol del puré de manzana. Durante unos instantes el cuenco se quedó allí, entre los dos, exhalando sus vapores dulces hacia el techo. Después ella lo cogió y se sirvió.
Hoy es el tercer jueves que no pasa bajo nuestro balcón. Salimos a la calle y rastreamos los envoltorios de chicle, los recibos del supermercado y hasta los escupitajos. Hemos hecho un pacto: aquel de nosotros que encuentre una pista podrá ser su novio y darle besos con lengua. Si ella quiere, claro.
Llegamos hasta su portal y nos sentamos en las escaleras. No nos atrevemos a tocar el timbre. El portero se asoma y nos echa. Regresamos a casa mirando al suelo, arrastrando los pies.
Pero al doblar la última esquina nos la encontramos. A Cecilia. Va mascando chicle con la boca abierta y un macarra vestido de rapero la lleva cogida de la cintura. Sin mirarnos entre nosotros, metemos las manos en los bolsillos y sacamos en cada una un puñado de kikos. Se los arrojamos con saña, gritando: ¡traidora, traidora!, y echamos a correr hacia casa, con los ojos escociéndonos por las lágrimas.
Azul
Antes del dieciocho de octubre, justo tres meses después de que te marcharas, mi vida se reducía a trabajar, comer y dormir. De vez en cuando me encontraba con algún libro tuyo en sitios tan raros como el armario del papel higiénico, o un CD metido en la carpeta de las facturas. Entonces cerraba los ojos para no mirarlo y lo guardaba en una caja con los demás. A veces no podía evitar pasarme la tarde dándole vueltas a una frase de alguna novela que dejaste a medias, preguntándome si habría sido la última que leíste o la primera que dejaste sin leer. Así que acababa regresando a la caja y leyendo la página, el capítulo, el libro entero. También me quedé sin saber por qué no tirabas tu vieja pluma estilográfica, siempre te dejaba los dedos manchados de tinta. Justo como los tengo yo ahora mientras te escribo, Natalia. Pero entonces llegó el dieciocho de octubre.
¿Te acuerdas de aquel espantoso jarrón rojo que nos regaló tu tía Mónica cuando nos casamos? El día que lo desenvolvimos estábamos sentados en el suelo del salón. No le encontrábamos sitio. En la cocina se daba de bofetadas con los muebles y en el dormitorio parecía una mancha de sangre encima de la cómoda blanca. Hicimos el amor sobre el plástico de burbujas del envoltorio. Te dejó el cuerpo lleno de marcas redondas que yo luego quise eliminar con besos y mordiscos. El jarrón se nos olvidó en el último sitio en que lo dejamos.
Todavía está allí, encima del aparador, pero ahora es azul. Es lo que quería decirte, Natalia. El jarrón se ha vuelto azul. Sigue siendo feo, pero destaca menos. Lo vi cuando me senté a cenar, el dieciocho de octubre. Es de un azul tirando a eléctrico, como las plumas de un guacamayo, como el fondo de un cuadro de la época azul de Picasso, como aquellos vaqueros que compraste en Londres y que hacían que todo el mundo se volviese para mirarte cuando los llevabas puestos.
El día veinte fui a la cocina a desayunar. Tenía el pan de molde en la mano cuando me di cuenta de que el tostador amarillo se había vuelto azul. Igual que las toallas de aquel hotelito rural donde fuimos a pasar nuestro primer fin de semana juntos. Me acordé de la vergüenza que nos dio vernos desnudos el uno frente al otro por primera vez y de cómo crujía la cama, tanto que acabamos tirando el colchón al suelo. En la calle nevaba y nosotros echábamos vaho por la boca. Queríamos dibujar aros como los que fuman en pipa pero no lo conseguíamos.
No era el mismo frío que sentí en la cocina esa mañana mientras miraba el tostador azul. No se le parecía. Pero había dormido muy poco y pensé que lo del jarrón me había obsesionado. Guardé el tostador en una alacena y me fui sin desayunar. En el trabajo me olvidé del azul en medio de trajes grises, corbatas rojas y mesas de madera lacadas en negro.
Ahora tengo que saltar al tres de noviembre. Me había acostumbrado al jarrón y el tostador seguía guardado a buen recaudo. Ese día me dormí viendo una película japonesa subtitulada, no recuerdo el título. Cuando me desperté, el reloj del vídeo marcaba las dos y media con sus números rojos. El único ruido era el de la televisión y el del camión de basura que rondaba el barrio. Decidí irme a la cama. Tal vez, si no se me hubiera ocurrido encender la luz del dormitorio, no habría pasado nada. Habría metido la cabeza entre el colchón y la almohada y habría imaginado que dormías conmigo. El día siguiente me habría devuelto a tu taza de desayunar vacía y sucia en el fregadero, a la última lavadora que pusiste y que todavía no he sido capaz de planchar. Pero encendí la luz y vi que el edredón de rayas se había vuelto azul, una mezcla entre túnica de virgen de Murillo y mar tropical.
Fui corriendo al baño. Vomité y después me lavé la cara. Me miré en el espejo. Seguía siendo yo, con mi pelo castaño lleno de canas, mis ojos marrones y mis tres lunares en la frente. Nada de otro color. Si hubieras sido tú quien me mirase en lugar del espejo, quizá me habrías encontrado más delgado, más ojeroso, y yo te habría dicho que estabas igual de guapa que siempre. Te habría hecho cosquillas en la tripa hasta hacerte reír y te habría dicho lo bien que hueles, Natalia. Que olías.
No quería volver al dormitorio. Cerré los ojos y caminé a tientas por el pasillo. Al rozar el gotelé de la pared me vino a la cabeza aquel guante de masaje con el que me frotabas la espalda cuando nos duchábamos juntos. Sigue en el baño, al lado de tu champú con olor a limón. Llegué al dormitorio y apagué la luz de un manotazo. Me metí en la cama y me tapé, pero no conseguí dejar de temblar. Parecía que ahora el edredón abrigase menos que antes. Recordé aquel enorme pijama de franela verde y marrón que compraste en un mercadillo y que me excitaba más que cualquier conjunto de encaje, solo porque lo llevabas tú.
Durante casi dos semanas, ningún otro objeto se volvió azul. Los que ya lo eran siguieron siéndolo y yo hice lo que pude por no mirarlos demasiado. Compré galletas para no tener que tostar pan. Pensé en empezar a ir a correr de nuevo y en ordenar la casa. Llegué a sacar tu ropa del armario y a amontonarla sobre la cama. Sí, sobre el edredón azul. Estaba allí aquel vestido de Nochevieja que se te enganchaba con cualquier cosa hasta que se rompió y tuvimos que irnos a casa corriendo para no montar un strip-tease. Y tus veinte camisetas, todas iguales, cada una de un color. La naranja, la última que compraste, aún tenía la etiqueta del precio. Lo dejé todo sobre la cama, un poco porque tapaba el azul del edredón y otro poco porque olía a ti. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien como esas noches que pasé debajo de tu ropa.
Pero un viernes por la tarde volví a casa y descubrí que todas las alfombras se habían vuelto azules. El felpudo de la puerta, la grande y peluda del salón, la alfombrilla del baño. Todas azules. La del salón parecía un nido de anémonas. Me senté sobre ella y acaricié los flecos con la mano. La compramos en color crema porque no había otra en la tienda, porque ninguna pegaba con el sofá naranja, porque tu madre se había empeñado en que lo elegante eran los colores pastel, no me acuerdo. Ahora ya no me preocupa nada, ahora todo combina.
Hoy es dieciocho de diciembre. Recuerdo pocos detalles de las últimas semanas, salvo que, cada vez que regresaba del trabajo, algo más se había vuelto azul. Un día las cortinas, al siguiente mi ropa interior y no hace mucho tu taza de desayuno, que sigue en el fregadero. Hasta los posos del café han tomado un tono índigo. Esta tarde he visto cómo poco a poco las paredes iban cediendo el crudo que elegimos cuando pintamos la casa y se volvían azul cielo.
El reloj del vídeo marca las once y cuarenta y dos con sus números azules. Estoy escribiéndote esta carta con tu vieja pluma de la universidad, aunque tú nunca me dejabas usarla, decías que estaba hecha a tu mano. Es de lo poco que queda que era azul cuando tú todavía estabas aquí, Natalia. El resto – el jarrón, la tostadora, la colcha, las paredes, la bañera, los libros, las alfombras –, es todo falso, teñido. Como mis dedos manchados de tinta. En las fotos de la boda tu vestido ha pasado del blanco al turquesa y a través de los cristales de las ventanas veo un mundo que parece el fondo del océano.
Esta noche me tumbaré en la cama, apagaré la luz y me quedaré mirando a la oscuridad hasta que me venza el sueño. Intentaré acordarme de tu pelo rubio y de tus ojos castaños. Pensaré en la última vez que te vi, en aquella blusa de flores que llevabas, en los lunares rojizos de tu espalda. Recordaré el olor a mandarina de tu perfume que quedó en el aire mientras te alejabas en busca del autobús y el sabor a fresa ácida de tu brillo de labios, que me dio ganas de perseguirte para robarte otro beso.
Mañana lavaré tu taza del desayuno y me haré unas tostadas. Luego guardaré esta carta en una caja con tu ropa, que ya no huele a nada, las fotos, el jarrón y la pluma. Casi no le queda tinta. Después iré a comprar pintura. En el catálogo hay un bonito color rojo inglés. Creo que quedará bien en las paredes.
En la granja
El sol se estaba ocultando con cierta pereza cuando Doug salió del granero, justo a tiempo de ver a su padre desplomarse en el suelo. Iba hacia el establo para guardar el ganado, rastrillo en mano, y cayó como un fardo. El sombrero de paja le resbaló de la cabeza y fue rodando hasta la valla blanca y roja junto a la carretera. Maud, la vaca más anciana del rebaño, lo siguió con la mirada mientras rumiaba un bocado de hierba.
Doug se acercó a su padre lo más rápido que le permitía su pierna lisiada. Le encontró tendido boca arriba con los ojos abiertos, inmóvil. Se inclinó para escuchar su respiración. Se oían más los grillos bajo los árboles y las mandíbulas de Maud mascando. Oía más su propio corazón, que latía como un tambor del 4 de Julio.
Se arrodilló junto a él poniendo con cuidado la pierna izquierda en el suelo. Torció la boca. Le dolía con la humedad y había estado lloviendo durante días. Puso los dedos en el cuello del viejo, le buscó el pulso. Estaba caliente, la arteria palpitaba a trompicones. Las mejillas rubicundas se le habían vuelto grises. Tenía los labios agrietados y las manos callosas hundidas en la hierba. El rastrillo había caído lejos de su alcance.
Levantó la cabeza y miró hacia la casa. La luz del porche estaba encendida y le llegaba el sonido de la radio desde la cocina. Su madre y su hermana estaban preparando la cena. Por el olor, serían chuletas. Chuletas con puré de manzana y patatas asadas con mantequilla. A Doug se le hizo la boca agua. Tenía hambre. El estómago se le encogió y emitió un rugido que hizo que Maud volviese la cabeza hacia él.
La puerta de la cocina se abrió y apareció la cabeza rubia de Patti:
―¡Doug, dile a papá que la cena está lista! ―gritó, y volvió a entrar en la casa dando un portazo.
Doug fue a levantarse para llamarla pero un pinchazo en la pierna lisiada le dejó en el suelo. Ella no le habría oído ya, con la radio y el ruido de los platos. Maud mugió y Doug se la quedó mirando. La vaca se inclinó para mordisquear otro bocado de hierba. Brando, el cachorro de labrador que habían comprado el año pasado, ladró a la vez que sacudía la cola. Corría a avisar al resto de la familia para la cena. Gruñó y rascó con su pata negra una de las botas de agua verdes del viejo, que abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.
Doug recogió el rastrillo y palpó las muescas de la madera con un escalofrío. Una muesca, una noche pasada en el establo, durmiendo en el suelo. La vara estaba marcada de arriba a abajo. Se volvió hacia la casa, luego hacia su padre. Su rostro se difuminaba en la semioscuridad. Arrancó un puñado de hierba imitando a Maud y se lo acercó a la nariz. Él le miró con sus ojos azules muy abiertos, sin parpadear. Se le crisparon las manos. Vino una brisa nocturna y las briznas volaron de los dedos de Doug.
Se levantó. El viejo le agarró de la pierna izquierda. Aún tenía fuerza, le clavaba las uñas en la piel a través del pantalón. Un calambre le subió por la pantorrilla hasta la cadera. Se apoyó en el rastrillo y esperó. Los grillos subían poco a poco el volumen de sus crujidos. Pasó un rato hasta que el sol se hubo ocultado por completo. Ahora solo distinguía los ojos de Maud que reflejaban las luces del porche. La mano que le sujetaba fue aflojándose hasta caer de nuevo inmóvil sobre la hierba.
Doug echó a andar hacia la casa cojeando. Brando le adelantó a la carrera para ir a rascar la puerta de la cocina. Chuletas, sí, no se había equivocado. Dejó el rastrillo en el porche y entró. El bol de puré de manzana estaba sobre la mesa con la cerveza de su padre. Fue a lavarse las manos en el fregadero y se sentó en su sitio, a la derecha de la cabecera. Patti le puso un plato limpio y le llenó el vaso de agua. Cuando retiraba la jarra, Doug la sujetó del brazo y le sonrió. Le retiró el pelo rubio de la cara. El moratón del ojo se le había puesto amarillo pero pronto no se notaría, en cuanto le diera un poco el sol.
―¿Y papá? ―preguntó ella.
Doug bajó los ojos y miró el mantel de cuadros.
―En el establo, creo.
Patti no dijo nada más. Fue por la bandeja de chuletas y la puso en la mesa. Doug cogió una y empezó a comer. Se moría de hambre. Su hermana le miró con los ojos muy abiertos.
―¿No esperas a papá? ―le dijo en voz baja.
Su madre apareció con las patatas.
―¡Douglas! ―exclamó― ¡Ya sabes que no podemos empezar a comer hasta que tu padre no haya venido! ¡Sabes de sobra cuánto le molesta! – dejó la bandeja en la mesa y se frotó las manos en el delantal. Miró de reojo hacia la puerta.
―No os preocupéis. Sentaos.
Doug terminó la chuleta; cogió otra. Bebió agua. Su madre y su hermana seguían de pie junto a la mesa, mirándole mientras comía.
―Mamá, podríamos abrir esa botella de vino que guardas en la alacena para las ocasiones especiales. Sé que te gusta y nunca bebes. Espera, yo la cojo.
Doug fue a por la botella, le sacó el corcho y llenó el vaso de su madre, el de su hermana y el suyo propio, hasta el borde. Las dos mujeres miraron hacia la puerta y tomaron asiento sin decir palabra.
―He estado pensando que los aperos están muy viejos ―dijo Doug―. La semana próxima iré al pueblo a comprar un rastrillo nuevo y alguna otra cosa.
Patti volvió a retirarse el pelo que le caía sobre la cara. Su madre cogió el vaso de vino y se lo bebió de un sorbo largo, atropellado.
―Mamá, las chuletas están muy ricas. Comed, se van a enfriar. Venga, Patti, sírvete.
Brando frotó su hocico contra la pierna lisiada de Doug. Él le tiró una chuleta. Patti subió el volumen de la radio. La madre hizo ademán de decirle algo, pero Doug la interrumpió tendiéndole el bol del puré de manzana. Durante unos instantes el cuenco se quedó allí, entre los dos, exhalando sus vapores dulces hacia el techo. Después ella lo cogió y se sirvió.
8 comentarios:
Me han parecido tres relatos excepcionales, pero me ha gustado sobre todo el último. Enhorabuena.
Muchas gracias!!!
Sí, "En la granja" es un relato muy bien escrito, quizá "demasiado" americano, pero muy bien escrito. Enhorabuena
Enhorabuena, Paula. Son tres buenos relatos. Sobre todo el segundo, el más intenso y personal. Saludos.
Gracias al bloggero anónimo y gracias, Recaredo.
Lo del americanismo tiene una explicación muy fácil que a mí me parece que tiene algo que ver con lo que dice Carlos Castán en la entrevista que publica Miguel Ángel en El síndrome Chéjov: la persecución de los maestros.
Cuando escribí "En la granja", acababa de leer "A sangre fría" de Truman Capote, y tenía la cabeza llena de granjas del medio oeste americano. La contaminación es lo que tiene...
Paula: me gustó muchísimo el primero y lo puse en mi blog. perdón.
Gracias Pablo.
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