Javier Puche nace en Málaga en 1974. Es Licenciado en Filología Hispánica y profesor de piano clásico. Realiza estudios de postgrado en la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid, donde obtiene un Máster en Creación Literaria. Ha trabajado como corrector de estilo, como crítico musical y como guionista de televisión. Sus cuentos han sido publicados en diversas revistas y antologías.
Recientemente, ha obtenido una mención especial en el I Premio de Relato mínimo Diomedea por su cuento El secreto del universo. Acaba de inaugurar la bitácora: http://puerta-falsa.blogspot.com
El secreto del universo
Las fichas del Intelect estaban esparcidas por el suelo formando palabras incomprensibles. Al descubrir las letras en desorden, el bebé emitió un prolongado balbuceo de júbilo que le hizo perder su chupete. Acto seguido, se acercó gateando para jugar un rato con aquel pequeño caos (nada de esto logró despertar a la madre, entregada a un plácido y negligente sueño frente al televisor). Al cabo de unos instantes combinando fichas, siempre con un hilo de baba en la boca, quiso el azar que sus minúsculas e inconscientes manos compusieran un enunciado que, además de poseer una belleza formal deslumbrante, contenía el secreto del universo. Pero el milagro fue breve: de súbito, la criatura hizo desaparecer su obra de un manotazo. Ni siquiera yo, que supuestamente soy un narrador omnisciente, tuve tiempo de leer lo que allí ponía.
La partida
En la mesa de billar sólo quedaban dos cabezas. Tras apurar su gin-tonic, Alá realizó un disparo formidable: la cabeza del musulmán recorrió el tapete hasta chocar estrepitosamente contra la cabeza del judío, que se perdió en la tronera del fondo. Asombrado por la pericia del golpe, Yaveh no tuvo más remedio que invitarlo a otra copa.
Texto amarillo
Una expedición de cien mil chinos histéricos visitaba un inmenso campo de girasoles bajo la displicente y furibunda luz del sol. Al percibir que su territorio era invadido, los insectos de la zona reaccionaron con violencia: las cigarras –cuyo zumbido electrizaba el aire- intensificaron súbitamente su chirriante melodía, y las avispas –de colosales dimensiones todas ellas- exhibieron de inmediato el fulgor de su aguijón. Víctimas del espanto, los cien mil chinos histéricos arrojaron por los aires sus cámaras de fotos y, antes de salir corriendo despavoridos, estallaron en un grito unánime que hizo resquebrajarse el cielo.
Los caramelos
En mitad de la mesa, hacinados en un cóncavo recipiente, duermen los caramelos. Su sueño es dulce y sin ronquidos. La mano que elegirá a uno de ellos todavía está lejos, ni siquiera ha entrado en la habitación, ni siquiera ha pulsado el timbre de la casa. Cuando esto suceda, cuando la mano salga al fin del bolsillo, pulse el timbre, entre en la habitación y se aproxime a la mesa, los caramelos se desprenderán de su dulce sueño agitándose levemente, y cada uno de ellos rezará esperanzado a su dios particular (de color rojo, de color verde, de color naranja) para ser el elegido y disolverse para siempre en el cielo de una boca.
Error burocrático
La espada enemiga dividió al cristiano en dos mitades. Por un incomprensible error burocrático, la mitad culpable fue enviada al cielo y la mitad inocente al infierno. Lo paradójico del caso es que, tras cierta perplejidad inicial, ambas mitades fueron eternamente felices.
El mosquito
Aquel zumbido afilado penetró como una aguja en mi sueño, devolviéndome de golpe a la vigilia. Aturdido por el cansancio, estiré el brazo y encendí torpemente la luz. Pronto descubrí al mosquito, cuyo extraordinario tamaño me estremeció. Presa del pánico, cubrí todo mi cuerpo con la sábana, pese al intolerable calor estival. Desde mi provisional refugio podía oír con nitidez el vuelo espeluznante del mosquito, su vaivén continuo y amenazador. Tras unos minutos, el zumbido cesó por completo, lo cual me proporcionó cierta calma. Aproveché entonces para examinar mi cuerpo en busca de alguna picadura. Por suerte estaba intacto. Seguidamente, hice acopio de valor y decidí asomar un poco la cabeza con objeto de localizar a mi adversario. Fue sin duda un gesto imprudente, porque al retirar la sábana, un intenso pinchazo me perforó la sien y perdí el conocimiento.
Nadie en su sano juicio creerá lo que sucedió después. Mi primera sensación tras recuperarme del ataque fue de extrema levedad física (la ley de la gravedad parecía haberme abandonado). Luego advertí con estupor que los objetos de mi cuarto habían crecido inexplicablemente. Traté de rascarme la cabeza, pero no encontré mis manos. Tampoco mis brazos ni mis piernas. Una vertiginosa lucidez me hizo comprender de repente la situación: el mosquito no sólo me había succionado la sangre sino también la memoria. Mediante la picadura, todos mis recuerdos fueron transferidos de un cuerpo a otro, quedando mi identidad atrapada en el interior del insecto. Para verificarlo, agité las alas y volé hasta el armario, desde donde pude contemplar mi antiguo cuerpo, que yacía inconsciente en la cama. No sentí la menor tristeza (mi sistema emocional quedó simplificado al mínimo). De hecho, he aceptado con naturalidad mi transformación, acaecida hace ya algunas noches. Ahora me encuentro en el escritorio de un vecino, redactando trabajosamente estas líneas mientras él duerme, y a punto de canjear mi extenuada identidad por la suya. Pero debo concluir, porque se está acabando la sangre con que escribo.
Arrogancia
Un mal día, el hombre invulnerable tuvo un ataque de arrogancia y, tras prescindir por vez primera de su calzado habitual, marcadamente juvenil e innovador, decidió ponerse los zapatos de su difunto bisabuelo, sin contar en absoluto con que el pasado y la decrepitud, que esperaban al acecho la ocasión propicia, le invadieran de golpe a través de una imperceptible herida que tenía abierta en el dedo meñique del pie izquierdo, provocando su muerte instantánea.
La partida
En la mesa de billar sólo quedaban dos cabezas. Tras apurar su gin-tonic, Alá realizó un disparo formidable: la cabeza del musulmán recorrió el tapete hasta chocar estrepitosamente contra la cabeza del judío, que se perdió en la tronera del fondo. Asombrado por la pericia del golpe, Yaveh no tuvo más remedio que invitarlo a otra copa.
Texto amarillo
Una expedición de cien mil chinos histéricos visitaba un inmenso campo de girasoles bajo la displicente y furibunda luz del sol. Al percibir que su territorio era invadido, los insectos de la zona reaccionaron con violencia: las cigarras –cuyo zumbido electrizaba el aire- intensificaron súbitamente su chirriante melodía, y las avispas –de colosales dimensiones todas ellas- exhibieron de inmediato el fulgor de su aguijón. Víctimas del espanto, los cien mil chinos histéricos arrojaron por los aires sus cámaras de fotos y, antes de salir corriendo despavoridos, estallaron en un grito unánime que hizo resquebrajarse el cielo.
Los caramelos
En mitad de la mesa, hacinados en un cóncavo recipiente, duermen los caramelos. Su sueño es dulce y sin ronquidos. La mano que elegirá a uno de ellos todavía está lejos, ni siquiera ha entrado en la habitación, ni siquiera ha pulsado el timbre de la casa. Cuando esto suceda, cuando la mano salga al fin del bolsillo, pulse el timbre, entre en la habitación y se aproxime a la mesa, los caramelos se desprenderán de su dulce sueño agitándose levemente, y cada uno de ellos rezará esperanzado a su dios particular (de color rojo, de color verde, de color naranja) para ser el elegido y disolverse para siempre en el cielo de una boca.
Error burocrático
La espada enemiga dividió al cristiano en dos mitades. Por un incomprensible error burocrático, la mitad culpable fue enviada al cielo y la mitad inocente al infierno. Lo paradójico del caso es que, tras cierta perplejidad inicial, ambas mitades fueron eternamente felices.
El mosquito
Aquel zumbido afilado penetró como una aguja en mi sueño, devolviéndome de golpe a la vigilia. Aturdido por el cansancio, estiré el brazo y encendí torpemente la luz. Pronto descubrí al mosquito, cuyo extraordinario tamaño me estremeció. Presa del pánico, cubrí todo mi cuerpo con la sábana, pese al intolerable calor estival. Desde mi provisional refugio podía oír con nitidez el vuelo espeluznante del mosquito, su vaivén continuo y amenazador. Tras unos minutos, el zumbido cesó por completo, lo cual me proporcionó cierta calma. Aproveché entonces para examinar mi cuerpo en busca de alguna picadura. Por suerte estaba intacto. Seguidamente, hice acopio de valor y decidí asomar un poco la cabeza con objeto de localizar a mi adversario. Fue sin duda un gesto imprudente, porque al retirar la sábana, un intenso pinchazo me perforó la sien y perdí el conocimiento.
Nadie en su sano juicio creerá lo que sucedió después. Mi primera sensación tras recuperarme del ataque fue de extrema levedad física (la ley de la gravedad parecía haberme abandonado). Luego advertí con estupor que los objetos de mi cuarto habían crecido inexplicablemente. Traté de rascarme la cabeza, pero no encontré mis manos. Tampoco mis brazos ni mis piernas. Una vertiginosa lucidez me hizo comprender de repente la situación: el mosquito no sólo me había succionado la sangre sino también la memoria. Mediante la picadura, todos mis recuerdos fueron transferidos de un cuerpo a otro, quedando mi identidad atrapada en el interior del insecto. Para verificarlo, agité las alas y volé hasta el armario, desde donde pude contemplar mi antiguo cuerpo, que yacía inconsciente en la cama. No sentí la menor tristeza (mi sistema emocional quedó simplificado al mínimo). De hecho, he aceptado con naturalidad mi transformación, acaecida hace ya algunas noches. Ahora me encuentro en el escritorio de un vecino, redactando trabajosamente estas líneas mientras él duerme, y a punto de canjear mi extenuada identidad por la suya. Pero debo concluir, porque se está acabando la sangre con que escribo.
Arrogancia
Un mal día, el hombre invulnerable tuvo un ataque de arrogancia y, tras prescindir por vez primera de su calzado habitual, marcadamente juvenil e innovador, decidió ponerse los zapatos de su difunto bisabuelo, sin contar en absoluto con que el pasado y la decrepitud, que esperaban al acecho la ocasión propicia, le invadieran de golpe a través de una imperceptible herida que tenía abierta en el dedo meñique del pie izquierdo, provocando su muerte instantánea.
2 comentarios:
Eureka! Da gusto leer unos microrelatos tan estupendos.
Felicidades.
"Arrogancia", "El mosquito", "Error burocrático" y "El secreto del universo" me parecen directamente fabulosos.
Buena madera.
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