Rebeca Martín Gil (Barcelona, 1983) es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense. Segundo premio del Certamen de Poesía Ciudad de Priego (Cuenca) en 2001 por el poema Ha caído la noche. Seleccionada ese mismo año en el certamen “Poemes per a un món millor”, convocado por UNICEF. Invitada en el ciclo de lecturas de “Poesía ultimísima”, organizado por el Colegio Mayor Nuestra Señora de África (Madrid), junto a Edith Checa, en octubre de 2002. Finalista en 2002 del certamen de poesía convocado por la editorial Sial con el poemario Azul y naranja.
Alfa muerta (Sylvia Plath)
Metes la cabeza en un horno que has limpiado antes. Cierras los ojos y tu mundo muere, pero la dama Lázaro siempre resucita. Una vez cada década. Alfa escritora. Alfa madre. Alfa ama de casa. Alfa estudiante. Alfa esposa ya no existe. Pero el horno siempre está limpio y los niños desayunan cada mañana, en sus camas.
¿Matar al padre? Ese maldito dios abeja, miembro de una raza Alfa, ese coloso que te arrastra a su tumba, ese hombre a quien odias y amas. No, matar al padre no. Otto te matará a ti. El ario capicúa rodeará a su hija Alfa con sus tentáculos de abeja, la irá introduciendo en un laberinto sin salida, víctima de un círculo vicioso aun antes de saberlo, aun antes de salir.
Cierras los ojos; no quieres, no puedes dormir. Temes aquello que no puedes controlar, ser Beta durmiente. Temes también no despertar. Jamás Alfa muerta sin desearlo, sin provocarlo. Alfa siempre suicida, el horno impecable. A Ted nadie le lleva ya el desayuno a la cama ni su horno está tan limpio como el tuyo. Su mujer no se preocupa de dejar reluciente un lugar donde cabe perfectamente su cabeza. A partir de ahora, los hornos están hechos para suicidarse. Exclusivos para gente Alfa. Ted ya no será jamás Alfa, en nada. Llevará como una sombra el peso y las acusaciones de tu trágico destino.
Cierras los ojos y parte de tu mundo muere; no quieres, no puedes dormir. A lomos de Ariel o de Sam, galopando, caballos de nombre incierto y pasajero con tus ojos de almendra, con tu media melena, con tu aniñado flequillo. Tú galopando sobre tu propio fantasma. Sylvia arrastrando a Sylvia a su infierno, a su mundo de pesadillas diurnas.
Las vacas dan leche con sabor a Chaucer, a cuentos de Canterbury. Zumban abejas invisibles por el campo, las puedes oír. Bloomsday. Tu madre, escultora de tu mente perfeccionista, tu madre, creadora de Alfas, única invitada. Cartas y diarios.
Dama Lázaro, una vez cada década. Morir es un arte. Un hombre que se escapa por las noches de su tumba, que arrastra consigo a su última víctima. Otto, el dios abeja. La historia te persigue, aria y judía. Tú, que aspirabas a ser Alfa. El horno es grande, hecho a la medida de tu cabeza.
Ojalá no soñaras. Otto aparece por las noches y a ratos, o para siempre, se te lleva.
Pánico al sueño, a no poder escapar de las garras de tu padre. Pánico a escribir, a que las palabras arrebaten todo lo Alfa que posees. Ama de casa. Madre. Mujer. Estudiante. Antes esposa.
Qué hermoso, el horno. Ted estará durmiendo. Tú ya has escrito tus mejores versos, tu campana de cristal. Una vez cada tres décadas. Dama Lázaro. Nada es eterno. Demasiadas Alfas para poderlas mantener. Has dejado la casa impecable. Y el horno. No se engrasará tu juvenil melena. Frieda y Nicholas disfrutarán de un copioso desayuno, también el principio de su día será Alfa (acabará en Omega).
Ted y sus animales, tú y un universo entero hecho a tu medida, esculpido con aquellos sueños a los que jamás te has enfrentado. No puedes dejarte llevar. Podrías hacerte daño. O, lo que es peor, salir ilesa.
Enciendes el gas, qué orgullo ver la cocina así. Seguro que lo comentan los vecinos. Ellos no oirán las abejas que zumban en tus oídos, ellos no verán el perro alemán que te arrastra a su tumba. Verán una mujer Alfa, una madre Alfa, una escritora Alfa. Alguien que algún día fue amante y esposa Alfa, alguien que será para siempre leyenda y suicida Alfa. Una a una, vas matando las abejas.
Ascensor
Las puertas del ascensor no la reconocían. Los sensores no se percataban de su presencia, y una y otra vez las puertas metálicas golpeaban su cuerpo.
En el suelo, en el rellano de la décima planta, su parte superior. La oscura cabellera, ahora sucia y despeinada. Las gafas, a unos metros, un cristal resquebrajado. El bolso, abierto, y sus pertenencias desparramadas sobre las baldosas grises: unas llaves, un teléfono, un neceser, una cartera...
Cintura y caderas recibían las continuas embestidas de las puertas metálicas.
Dentro del ascensor, sus piernas, o lo que quedaba de ellas. Un zapato en el pie, y el otro, con el tacón partido, al fondo del cubículo. La falda estaba destrozada. Había sido devorada por una jauría humana. Con un hambre voraz, en cuanto cayó se abalanzaron sobre ella, sobre sus piernas. Parecían idas, enfermas, llevadas por un extraño semi-Dios, parecía que comerse a su compañera hubiera sido un sueño anhelado desde hacía mucho tiempo.
Sin reservas, sin pudor.
De sus piernas recién bronceadas al principio de la primavera solo quedaban huesos y algún que otro tendón.
Las comensales, tras terminar el festín, se adecentaron: se peinaron, se retocaron el carmín, se perfumaron y se alisaron los trajes de ejecutivas, para retomar su cotidianeidad; así, nada de aquello habría ocurrido.
Una de ellas comentó, quizás los remordimientos la reconcomían y trataba de justificarse:
- No era de las nuestras.
Con un “llegamos tarde a la reunión”, acompañado de un tirón del brazo, la otra la arrastró hacia el final de la escalera, mientras un cadáver todavía inodoro alargaba su brazo, su mano izquierda y su puño abierto, tratando de levantarse rápidamente de aquella caída, de escapar de ese siniestro tres por dos.
Bolas de nieve
Miraba, nervioso, cómo se iban desplazando las luces rojas en el alargado hilo que constituía el esquema de la línea del Metro. El vagón iba medio vacío, y apoyaba la deportiva en el asiento desocupado que tenía delante. Había salido de casa con el tiempo justo, y trataba de acortarlo controlando el reloj en la muñeca izquierda, observando cómo disminuían las estaciones que faltaban por llegar, y hojeando el manoseado periódico gratuito que alguien había dejado en un banco en la estación.
De repente, pensó que no llevaba currículum, pero se tranquilizó recordando que tampoco se lo habían pedido por teléfono.
Bajó en la sexta parada y, tras un breve vistazo a los carteles informativos, se encaminó hacia la salida más cercana. Todavía le quedaban un par de minutos, si se guiaba por su muñeca.
Al salir a la calle, preguntó por la dirección donde le habían citado. Tres manzanas más allá. Apresuró el paso, tratando de no superar los cinco minutos de cortesía. Repasó mentalmente, mientras empujaba la puerta metálica que le había abierto una voz desconocida en el Principal Primera, su trayectoria profesional.
- Buenas tardes –una mujer de edad incalculable, largas piernas y blanca sonrisa tomó nota de sus datos- Julián García, ¿verdad? Tome asiento. Avisaré al señor Lezcano.
Prefirió permanecer de pie, observando la sala donde se hallaba: paredes grises, una planta artificial, un calendario de 2007, una mesa negra de oficina, cinco sillas, el ordenador desde el que trabajaba la mujer que lo había recibido, y el teléfono.
- Ya puede Usted pasar, y la mujer-sonrisa le condujo, a través de un largo pasillo, a la tercera puerta a la derecha.
Le sorprendió su aspecto: el entrevistador era un hombre cincuentón, pequeño, con un gran bigote que le cubría media cara. La estancia estaba forrada de madera vieja y mal cuidada, desde el suelo, que parecía parquet mal cuidado, hasta llegar al techo, que pedía a gritos una mano de pintura.
- Siéntate –al otro lado de la mesa, el hombrecillo leía, a través de sus gafas, un folio que tenía en sus manos- Julián, te llamas. Veintiún años. Graduado escolar, carné B de conducir, también tienes el de camión... –levantó los ojos del papel, que le temblaba levemente- Veamos tu experiencia. ¿Qué hacías en tu otro trabajo?
Carraspeó y, con los ojos apoyados en la mesa, de madera también, respondió:
- Bueno... –y se avergonzaba de su inseguridad en el arranque- transportaba bloques de hielo.
- ¿Los cargabas tú?, y el hombrecillo levantó las manos, como si sujetara el vacío que había entre ellas, y a Julián le pareció que lo hacía con la misma energía con la que había tomado el folio.
- Depende. Si eran pequeños, los cogía con las manos. Si eran grandes, con la carretilla. Pero tampoco solían ser muy grandes. Habitualmente, no llegaban a los diez quilos.
- Has estado ahí dos años... –Julián asentía con la cabeza, intentando buscar en la desnuda pared de madera algo a lo que aferrarse con la mirada- ¿Sabes a qué nos dedicamos, conoces nuestra empresa?
- Sí, cómo no. Son líderes en transportar bolas de nieve.
Miraba a su alrededor, como un animal en busca de madriguera, tratando de hacer suyo ese espacio y de templar los nervios.
- Dime... –el hombrecillo le miraba desde abajo, en la silla de enfrente- ¿Qué crees que puedes aportar a nuestra empresa?
- No sé... –y se volvía a avergonzar de su inseguridad, pensando que él había trabajado en un sitio parecido bastante tiempo y sin ninguna queja- Experiencia.
El hombrecillo negaba con la cabeza, desaprobando su comentario.
- Y ganas de trabajar –añadió, apresurado- y de crecer profesionalmente.
No le había convencido
- No te equivoques. No tienes experiencia. Tú trabajabas con bloques de hielo, y aquí trabajamos con bolas de nieve, ¿comprendes la diferencia? –y se tocaba el bigote, torciendo sus pelos.
Julián paseaba de nuevo sus ojos por la estancia de madera, tratando de identificar algún objeto al que agarrarse para no salir corriendo. La lámpara verde que había encima de la mesa, iluminando el currículum que había dejado el hombrecillo, medio arrugado, le ofreció una seguridad momentánea.
- No se te puede derretir, bajo ningún concepto, la bola de nieve.
Nervioso y dolido, se defendió: nunca se le había deshecho ningún bloque de hielo, ni siquiera en verano. El hombre negó con la cabeza, farfullando que no era lo mismo, que qué tenía que ver una cosa con la otra. Le preguntó cuántas bolas de nieve estaba dispuesto a recoger y a entregar en un día.
- Depende de las direcciones, del tamaño, del tiempo de espera... –trataba de demostrarle que sabía perfectamente de qué estaba hablando, y pretendía que el hombrecillo se diera cuenta de que era un profesional.
Sin embargo, el entrevistador crujió los dedos de la mano derecha y le espetó que a qué había venido.
- A buscar trabajo –la obviedad apenas se oyó en la sala de madera, el hilo de voz salió oprimido, sin fuerza, de sus labios, y apenas pudo llegar a la lámpara, y se le ofreció como un susurro al hombrecillo.
Este, indignado, iba enrojeciendo progresivamente, y le esgrimía que nadie se reía de él. Que no le contestara con evasivas, y que si no le proporcionaba la información requerida no podría calcular si estaba, o no, capacitado para cubrir la vacante.
Julián se aferró a la lámpara verde, el único objeto colorido de la estancia, mientras pensaba que quizás nunca debería haber abandonado la anterior empresa, y que era más sencillo transportar bloques de hielo que bolas de nieve, y que él había sido pretencioso al creerse capaz de poder con ello. Fijaba su vista en la lámpara, y esta iba empequeñeciendo paulatinamente. Julián miró al hombre enrojecido que tenía delante, esperando que le dijera algo, luego se refugió en la lámpara y se vio menguando con ella.
Sobre un crucifijo
Mira el crucifijo, solitario en la austera pared blanca. Siente el impulso de acercarse y agarrarlo de nuevo, como si de un imán se tratara. Y lo intenta con todas sus fuerzas, pero las manillas se resisten. Tiene las manos ensangrentadas de tantos y tantos intentos frustrados de liberarse para apoderarse de nuevo del crucifijo.
Y llora, impotente. De rabia. Olvida, como si nunca los hubiera tenido, los remordimientos de conciencia que la han mantenido en vilo noches enteras, arrepintiéndose de su conducta poco cristiana y convenciéndose, para sentirse más ligera, de que Satán la ha poseído.
Nacida como Eva Magdalena, ambas pecadoras: la de la manzana, guiada por los consejos de una astuta serpiente, y la prostituta de pelo largo que bañaba dulcemente los pies del rey de reyes, Jesús. Pero ahora tiene un nombre más casto, Purificación. Procura alejarse del Mal y sus pequeñas acciones, aquellos inconfesables pecados que la hacen dudar de sus creencias y de su vocación.
De nuevo, dirige la mirada al crucifijo, iluminado por la luz del sol que entra por la diminuta ventana. El resto de la estancia permanece a oscuras.
En el suelo, unida al modesto lecho por las manillas, una figura femenina solloza.
Piensa que, si al fin y al cabo, está casada con él, al menos podrá gozarlo. Y se siente sucia por haber pensado en esa manera de exculparse.
Cierra los ojos y recuerda sus pies, clavados, tan pequeños, tan lindos... y sus piernas, musculosas, fuertes, depiladas. Los miembros, cubiertos por un taparrabos, ¡si al menos pudiera levantarlo y contemplarlo entero, para ella sola! (Aunque fuera por un solo momento). Pero sobre la madera hay una capa de barniz que imposibilita tal acción. Desea que esté bien dotado, en concordancia con sus pechos, erguidos, y con aquellos brazos que, rectos, muestran cuánto puede abarcar Nuestro Señor: 180 grados, todo lo que se le ponga delante.
Pero a ella no la mira, a ella no la abraza. Ni recorre su virgen cuerpo, blanco, con sus labios, ni le hace cosquillas con su frondosa barba. No. A ella no desea ni pretende poseerla.
Solloza de nuevo. Y grita. Suenan las campanas. Doce. Laudes. Las hermanas la echarán en falta. Pero ella no se puede mover, amarrada a la pata de la cama. Intenta darse placer con la mano que tiene libre y sana. Pero su cuerpo pesa demasiado y no puede ponerse boca arriba, se lo impide la mano herida.
De nuevo cierra los ojos y recuerda las solitarias y húmedas caricias de alcoba a las que ha recurrido cada vez que se sentía sola, recuerda también, con añoranza, cómo se introducía el crucifijo en la vagina una y otra vez, deseando que en vez de un trozo de madera fuera el sexo de Jesús, con quien estaba casada desde que ingresó en el convento. Si tenía que ser su compañero espiritual, que también lo fuera en la cama. Pero ella se entregaba por completo a un crucifijo que no lograba saciar su enfermiza sed.
Sigue llorando, inconsolable, irredimible. Bajo su mano derecha, un charco de sangre que le va empapando la ropa. Quizás ahora Cristo la haya, de una vez por todas, desvirgado.