José García Avilés.



José Alberto García Avilés (Granada, 1965), periodista y doctor en comunicación, ha trabajado como redactor de informativos de televisión y en la actualidad es profesor de Periodismo en Elche. Ha vivido largas temporadas en Dublín, Nueva York y Kuala Lumpur. Es autor de “Dos minutos: Microrrelatos”, que acaba de publicarse en la colección Dos veces cuento que dirige Joseluís González. Sus historias han aparecido en las revistas Quimera, Batarro, Atzavares, Ciudadela y Nuestro Tiempo, así como en la antología “Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera” (2005). Durante algunas noches oscuras, sigue escribiendo relatos. Incomprensiblemente, José Alberto no tiene blog, ni página web, y apenas usa su móvil. Aquí pueden leer algunas de sus narraciones inéditas.

Fugitivo

Ahí le tienen: bajito, narigudo, algo echado para delante por el peso de una espalda más desarrollada de lo que debiera, pasicorto, con una mirada algo desconfiada, recelosa de un mundo demasiado inhóspito. Es hombre de bien, parco en palabras, casi siempre dichas en voz baja con un acento suave, pródigo en diminutivos.
Vive para su hija de tres años. La adora. La trata con esa ternura entregada y solícita de los padres tardíos.
De madrugada, la criatura se despertó con fiebre alta y convulsiones. No dejaba de llorar. La lleva a urgencias y la examinan despacio. Le piden que abandone la sala. La niñita alza los ojos y el padre ve en ellos una expresión que ahora le desconcierta, pero que mañana encontrará repetida en los rostros de quienes le juzguen. Comprende, demasiado tarde, que la inocencia es un detalle secundario, incluso en este mismo instante, cuando su hijita ha muerto y sus acusadores le van a entregar a las autoridades.
Por eso ahora huye de prisa, sin rumbo cierto, ahí le tienen. Un fugitivo desaliñado, cuyo rostro lleva escrito a fuego una sola palabra: culpable.

Escribir

Cada quince días viene una pareja de mormones a ofrecerme su mercancía. Llegan de la capital, en el tren de las doce quince. Ayer, el más viejo me comentó que se había enterado de que escribía relatos. “¿En qué se inspira para escribir?”. La verdad es que no me inspiro en nada, le contesto. Sólo comienzo a escribir y ya está. “¿Cómo es eso?”. Como le digo: esta misma noche me pongo a escribir y escribo. “No entiendo... O sea que usted llega y escribe… Y entonces… ¿qué escribe?”. Por ejemplo, supongamos, que usted viene y me dice que se enteró de que yo escribo, entonces yo llego, me siento, y escribo que cada quince días vienen un par de mormones a ofrecerme su mercancía y que el más viejo se enteró de que yo escribo. “Pero entonces -me dice-, escribir es fácil”. Por supuesto, le digo. Cualquier persona puede hacerlo. Haga la prueba y cambie los términos. Supongamos que usted quiere escribir. Entonces puede comenzar diciendo que cada quince días viene a Benisa a vender su mercancía y aquí se encuentra con un tipo que escribe. “¿Entonces todos los que escriben hacen lo mismo?” Le digo que realmente no sé, pero que a mí me funciona. Mientras sale de casa me dice que él pensaba que escribir era una cosa terriblemente complicada, sólo al alcance de unos cuantos escogidos por las musas. Añade que cuando llegue a la capital empezará a escribir. Se despiden con un: "Que Dios le bendiga". Les digo: "A ustedes también".

Feliz Navidad

Cuando recibí su felicitación supe que algo andaba mal, terriblemente mal. Para empezar, no me llamaba por mi nombre, ni usaba ninguna de sus ocurrencias (“viejo lobo de mar de pacotilla”, “compadre”) o el mote de “melenudo” con el que me incordiaba para aludir a mi creciente alopecia. Sólo utilizó un “querido amigo” que podría estar destinado a cualquiera. Luego me chocó esa frase bobalicona del comienzo, tan impropia de él: “En estas fechas tan señaladas”. He de confesar que pensé que era otra de sus bromas y que en algún momento daría un quiebro de los suyos, para meterse conmigo, con mi tripa de cuarentón cervecero, y mi supuesta fama de mujeriego. Pero la cosa iba empeorando: “Ha llegado la Navidad y deseo que pases unas fiestas entrañables y que el año venidero sea próspero y feliz para ti y los tuyos”. Reparé en aquellas palabras nauseabundas, (entrañable, venidero, próspero) que él nunca utilizaría. Ese lenguaje de doble fondo a todas luces escondía algo. Jaime había escrito un texto vulgar para contarme más de lo que me decía, pero yo no conseguía adivinarlo. Tras su escueto mensaje, una despedida desconcertante, garabateada casi en el borde inferior de la tarjeta:
Tuyo afecmo. en el recuerdo
Jaime Sánchez

Pasé un largo rato elucubrando qué pretendía con esta desconcertante misiva, a qué extraño resorte psicológico invocaba, pero por más vueltas que le di no logré descifrar la patraña. Resolví llamar a Jaime de inmediato. Al marcar su número escuché una voz metálica que me informaba: “el número solicitado no existe”. Volví a marcarlo y obtuve la misma respuesta. Entonces llamé a Sonia y ella me dio la noticia fatídica, que tanto me temía.

Llámalo amor

El joven de buena familia, alegre y generoso, con dos carreras y una posición envidiable en un bufete de la capital, se ha enamorado por amor. Ella trabaja a tiempo parcial en un supermercado. Sus padres, lógicamente, se oponen a lo que ellos consideran una tragedia familiar. “Ella no es para ti, no es tu tipo de mujer ni lo que tú te mereces”, le susurra el padre a solas en la biblioteca, mientras se fuma un puro. Convencido de que la muchacha le quiere y satisfecho por ello, el joven decide realizar un gran acto de redención: se casará con ella porque es el amor de su vida. Los miembros de la familia protestan, algunos con vehemencia, pero después de comprobar su terquedad, tendrán que rendirse. Alguien le preguntó su parecer a la muchacha:
-¿Le quieres mucho?
-Bueno, quererle, precisamente, no. Pero pobrecillo, es un chico tan bueno, tan agradable; me adora y, además, dejarle plantado ahora sería una mala acción, ¿no cree?

Marea de fondo

Cuando no veo las cosas claras o algo me aflige más de lo normal, suelo irme a correr. El desgaste físico que siento entonces consigue evadirme de todos los problemas. Me puse a correr por la orilla, salpicando a los niños que hacían castillos de arena y a las señoras que caminaban lentamente por la arena. Mientras, le daba vueltas a lo que había sido mi relación con Marta. En las últimas semanas, las peleas eran tan frecuentes que estuve dispuesto a dejarla, de una vez por todas. Luego, una vez aplacada la furia inicial, me di cuenta que la quería de verdad, a pesar de nuestras discusiones habituales. Es la forma que tenemos de manifestarnos el cariño, llegué a pensar.

Es que es tonto, rematadamente tonto. Su manera de solucionar cualquier problema es salir corriendo. No sabe razonar y por eso siempre se calla o sale corriendo. Nunca dice a la cara lo que piensa. Eso hizo también aquella tarde: se esfumó. Me dejó, sola, escuchando música, tumbada al sol.

El mar estaba encrespado, con esas olas furibundas que salpican la orilla y anuncian el temporal. En el horizonte se distinguían nubarrones que no presagiaban nada bueno. La marea comenzaba a subir. Llegué hasta el final de la playa, donde la zona de rocas termina en un acantilado. En ese lado se veían cuerpos jóvenes, desnudos, unos más lozanos que otros. Muchas chicas tomaban el sol en top less.

Noté que la toalla se mojaba. La marea estaba subiendo y las olas prácticamente inundaban el lugar donde estábamos. Recogí mis cosas y subí hasta uno de los chiringuitos del paseo marítimo. No sé por qué, no quise recoger sus cosas. Estaba demasiado furiosa.

Empecé a correr de vuelta, más rápido que a la ida. La gente apartaba las bolsas y toallas para evitar que se mojaran. Algunas sombrillas habían sido quebradas por la fuerza del viento. Cuando llegué, no había ni rastro de ella. Mi toalla y mi bolsa estaban totalmente empapadas. En ese momento decidí cortar por lo sano. Fui a quitarme la arena en la ducha y a tomarme un aperitivo a base de güisqui y gambas a la plancha. Nuestra historia se quedó para siempre allí, en la orilla, a merced de la marea.

Un chico joven con el cuerpo totalmente bronceado me pidió tabaco. Estuvimos hablando durante un buen rato, algo más de una hora. Finalmente nos despedimos y bajé a la playa con la esperanza de verle y hablar. No le encontré. No había ni rastro de sus cosas. Busqué en todas direcciones y no le encontré nunca más.

1 comentario:

Sonia dijo...

Me ha gustado mucho el relato de los mormones, es histriónico e hilarante. Felicidades.

Un saludo