Juan Bautista Rodriguez


Juan Bautista Rodríguez nace en Madrid en 1973. Interesado desde siempre por todo lo artístico, estudia pintura en la Facultad de Bellas Artes y música en el Conservatorio de Arturo Soria. Ha trabajado como profesor y actualmente es bibliotecario en una biblioteca pública de su ciudad.
Es autor de varios relatos, del poemario “Donde mi dolor toma asiento”, y de la novela “Umbrío, entre los muertos” (Trafford, 2007). Ha publicado alguno de sus poemas y cuentos en revistas y antologías literarias. Recientemente ha concluido su segunda novela, titulada “El berbiquí”, así como una colección de sus cuentos, titulada “Cuentos de indagación y neurosis”. Y también desde hace poco mantiene su página web:
www.juanbautistarodriguez.com, así como el blog titulado “La rueda del extravío” , un proyecto de novela coral abierta a los comentarios de los lectores en la siguiente dirección: http://juanbautistarodriguez.blogspot.com/



El consejero delegado

I.

Hace tiempo que el consejero delegado vive bajo el yugo terrible de la geometría. Los papeles de su mesa forman rimeros no por asuntos, sino por trazas, volúmenes, pesos. Es de público conocimiento que compone su agenda en base a diseños modulares y que, cuando viaja, se siente esclavo de la estructura. Bajo las superficies vislumbra de continuo poliedros y esferas. Odia los enclaves desaliñados y las áreas de crecimiento anárquico. De ellas huye como de las reuniones sin protocolo. Si en las pausas de sus negocios ha de comer en bandeja, distribuye los platos recreando Dios sabe qué proporciones áureas. Tan sólo en sus embajadas a Extremo Oriente se halla reconfortado. Allí disfruta sin igual de los salones de té, de las estancias ortogonales, de las fuentes de sushi siempre tan bien armonizadas.

Su secretaria personal no acierta a decir qué le pasa. Confiesa que no rige, que no atiende a razones de calado. A menudo lo ha descubierto brincando en los ajedrezados de la planta noble. Intuye que emula el movimiento de un caballo sobre un damero. Por su parte, los vocales del Consejo de Administración buscan removerlo de su silla. Lo acusan de fracasar en las políticas de expansión de la empresa, de dirigirlas conforme a ocultos cánones espaciales, ignorando las exigencias del mercado. Alimañas ávidas de poder, sólo las envidias que se profesan han frustrado hasta ahora sus tentativas de asalto.


II.

Hoy, horas antes de la reunión trimestral del Consejo, el consejero delegado ha tenido una suerte de profética visión. Ha tomado a su chófer y, sin previo aviso, le ha hecho completar por dos veces el recorrido del anillo de circunvalación de la ciudad. Cuando iban a culminar la segunda vuelta, le ha ordenado abandonar el trazado por la vía de servicio. Ha exhalado un hondo suspiro y ha sufrido lo más parecido a un arrobamiento, un éxtasis de esencia liberatoria.


III.

Guarda en su chaqueta un arma de fuego. A las 12:00 horas da comienzo puntual a la reunión del Consejo. Sobre la mesa circular de la sala de juntas, los vocales le saludan e intervienen sucesivamente en representación de sus paquetes accionariales. Presidiendo la mesa, él asiste con desprecio a la misma parafernalia de siempre. Todas las cabezas erguidas, todas las miradas centradas en su persona, como si a él apuntaran las infinitas cuerdas de una circunferencia. Le asquean ya esas representaciones, los merodeos de los nuevos lobos postulándose para la jefatura de la manada.

Pero la suerte está echada. Ha decidido acabar con esa etapa de pleitesía, de sumisión al orden geométrico. En un momento dado, se pone de pie y saca la pistola de la chaqueta. La toma con ambas manos y encañona a cada uno de los presentes. Un silencio espeluznante se hace dueño de la estancia. Los vocales tiemblan de miedo, se orinan, se retuercen en sus asientos. El consejero delegado suelta una gran carcajada, se lleva la pistola a las sienes y se vuela la cabeza. La circunferencia revienta por ese punto.

El horror y el caos cunden en la sala de juntas. El equilibrio de fuerzas se ha roto imprevisiblemente, ha saltado por los aires. Instantes de pánico generalizado y los vocales se enzarzan en una lucha cuerpo a cuerpo. La mesa del Consejo se convierte en arena de circo, los capitalistas en fieros gladiadores que se golpean, se agreden, se arañan y se sacan los ojos los unos a los otros. Sobre el ruedo, la sangre aún cálida del consejero delegado se enfanga de móviles y maletines.


El contador de piedras

Un día de sol bajo, el funcionario estatal, físico muy renombrado y taciturno, raro amante de la samba y, por lo general, poco o nada comunicativo, dejó su trabajo en el Ministerio. Sin aviso previo a sus superiores, que lo aguardaron en vano durante días, habrá tenido un contratiempo, una contrariedad inconfesable, se decían, abandonó el Palacio de Capanema. Lo hizo por el pórtico principal de pilotes, como un ciudadano de tantos. Nadie reparó en su huida. Tampoco su amable casera, interrogada a posteriori por familiares lejanos, dio razón de su paradero. Con un hato de libros y pocas ropas, se lanzó a la calle y ya no se lo vio. De ciertos conocidos se despidió diciendo que se trasladaba a vivir en las aceras.

El funcionario de educación marcó ese día en su calendario como el de su definitivo fallecimiento. A partir de entonces el funcionario moría como tal, con su número de plaza, su nómina y sus trienios colgados al cuello en corona floral, y así daba paso a una nueva figura: el contador de piedras. Una misión le aguardaba de inmediato, tan vasta como irrenunciable: elaborar un registro de todas las piedras. Todas cuantas habían sido colocadas por manos encallecidas, unas junto a otras en una labor de locos, en las aceras de Rio de Janeiro.

Siempre había tenido ese sueño, la extraña intuición de que aquellos pequeños pedruscos guardaban un significado. Cada pieza era en realidad un meteorito, una porción valiosa de polvo cósmico. En su blanco y negro craquelado se contenía toda la esencia del Universo, sólo había que confirmarlo. Con esta premisa metida en la cabeza, cada día se apoderaba de un trecho de calle y lo reconocía. Comenzó por los barrios del norte, donde nadie paseaba. Contaba las piedras, una por una, luego extendía un acta. Anotaba todas las peculiaridades, extraía muestras, las marcaba y las guardaba en un saco. Por las noches dormía en una caja bajo puentes de cemento.

Pronto, el contador de piedras mudó de aspecto. Se dejó vencer por las penurias y se precipitó en la indigencia. Conforme su tarea se iba haciendo cada vez más sacrificada, más grandes los sacos de sus muestras, su cuerpo, progresivamente, se fue marchitando. Enflaqueció, le creció la barba, los cuencos de la cara, su espalda se combó peligrosamente y su hermosa tez de mestizo se tornó amarillenta. Le dio por comer en estercoleros donde sus ropas tomaron el nauseabundo hedor de los gusanos. De este modo, la policía dejó de buscarlo. Nadie lo hubiese distinguido en el tropel de los sin techo. Pero su renuncia tenía sentido. Poco a poco, iba trazando un mapa estelar, un mapa donde cabían ondas, soles, planetas, satélites, anillos, sin olvidar los clásicos cuerpos ajedrezados. Un mapa que se salpicaba a diario con el chocolate de los tenderos, con el frenesí de los sambistas, con el sudor ácido de los ejecutivos, con la roja orina de los desahuciados.

Una vez al año, su suerte cambiaba. Con las pocas fuerzas que le iban quedando, se acercaba a Ipanema muy de madrugada. Allí se bañaba en las aguas purificadoras del Atlántico, una suerte de bautismo renovado. Luego se cambiaba de ropa, se recortaba con unas tijeras la barba, y en posesión de todas las monedas que hubiera arañado en los mugrientos bordillos, se compraba un billete para el Corcovado. Cuando estaba en la cima, con el Cristo hipnotizándole a sus espaldas, el contador de piedras miraba su obra con ojos casi divinos. Desde allí, las aceras desaparecían y las piedras se congregaban en átomos. Su Universo dentro de otro, su mapa engullido en una superior constelación. Veía el líquido elemento envolviendo los morros y pensaba en una materia interestelar que contuviera a todos los Universos, al suyo de allí, y a su paralelo del otro lado del océano. Las mismas piedras, las mismas estatuas braciabiertas... Se sentía entonces embargado, presa de una emoción irreprimible.

No obstante, con el tiempo, su condición se fue haciendo cada vez más precaria. Le dolían las piernas y los huesos corvos de la espalda. Su obra, la daba ya por inacabable. Guardaba decenas de sacos en las bocas abandonadas de alcantarillas. Una tarde, cruzando el parterre de Flamengo con uno bien grande a cuestas, no quiso cerciorarse. La carga le flagelaba el costado y se fió imprudente de las señales. El ómnibus venía volado. El conductor no lo distinguió en la calima. Como en un eclipse, la luz reventó y las piedras astillaron las pupilas de los autos.


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