Antonia Moreno



Nací en Córdoba en 1956, y en la actualidad resido en Almería. Estudié magisterio y filología española, alternando el estudio con el teatro, que he practicado en las distintas modalidades de guión, realización e interpretación. Una muestra de mi afición por la escena es el presente relato. Desde hace varios años mi actividad está centrada en la literatura. He escrito una novela y un libro de relatos y he sido premiada en el concurso internacional de cuentos “Tomás Fermín de Arteta” y finalista en el concurso de relatos “Elena Soriano”, de Suances.

El noble de Omsk

Esa tarde no regresó tan cansado como otras tardes. Trabajar el alabastro era agradable. No ocurría lo mismo con otros trabajos, como el de desguazar las viejas barcazas del Estado en el río Irtish. El río estaba helado y aquellas maderas podridas no tenían ningún valor. Pero en el proceso del alabastro podía vislumbrarse un destino de utilidad y belleza: primero lo tostaban, después llenaban un cajón y allí lo trituraban. Enseguida se desmenuzaba como terrones de azúcar y acababa convertido en un fino polvo blanco.
Entró en el barracón y fue a sentarse sobre uno de los camastros. Desde allí podía ver un trozo de cielo y el terraplén que los separaba del mundo donde habitaban los seres normales. Antes de ser confinado en la fortaleza de Pedro y Pablo, Dostoievski se consideraba un hombre extraordinario. Pero después de haber sido apresado una noche junto a los demás miembros del grupo Petrashevski, condenado a muerte, conducido al patíbulo e indultado justo en el momento en que el piquete se disponía a dispararle, sólo podía sentir ya una inmensa gratitud por el hecho de estar vivo: “La vida es la vida dondequiera que haya un hombre vivo junto a otros”, escribió a su hermano. Cuando eran pequeños, Mijàil y él se asomaban a la parilla del cementerio para presenciar la ejecución de los reos. Si ese día no ajusticiaban a nadie se acercaban al manicomio para espiar a los locos por las ventanas. Los locos y los muertos fueron en esa etapa de la infancia sus vecinos más próximos y su único pasatiempo. Fiodor creció con el convencimiento de que era muy sencillo enloquecer o morir. Un día le pidió a Mijàil que escogiera entre lo uno y lo otro. Su hermano contestó sin titubear: un muerto, porque los locos no están y sin embargo la gente los ve, son como muertos que sólo enseñan las vergüenzas y nadie los respeta. Ese mismo día habían ajusticiado a un preso. En la madrugada, Fiodor escuchó ruido de pasos en el camino de grava y despertó a su hermano. Mijàil se puso en pie de un salto y los dos corrieron al cementerio. Se trataba de un muchacho, casi un niño. Los soldados lo escoltaban hasta el patíbulo. Él caminaba sereno, digno como un zar, y al pasar por el fragmento de parilla donde los hermanos se encontraban encaramados levantó la cabeza y los vio. Fiodor le dijo adiós con la mano y al hacerlo se le desprendió un botón de la casaca. El botón resbaló por el hombro del reo y cayó a la tierra. El muchacho lo recogió y continuó despacio hasta alcanzar los escalones, los subió como si subiera a un trono. Pero cuando pisó aquel suelo con restos de sangre seca empezó a gemir y a retorcerse y a temblar. Tuvieron que inmovilizarlo y se vomitó encima una pasta amarillenta que Fiodor identificó como los restos de una sopa.

La sopa de coles era el rancho habitual en el penal de Omsk. La cocían en un caldero, añadiéndole una porción de sémola para espesarla. De todos modos siempre estaba aguada, así que esa tarde los reclusos se alegraron de que, al menos en unos días, la sopa de coles no presidiera la mesa. Iba a celebrarse la fiesta de la Pascua y el penal recibía donativos de todos los confines de la ciudad.
A la mañana siguiente nadie fue a los trabajos, y de las cocinas brotaba un aroma a bollos y a hojuelas que los donantes habían llevado. Dostoievski salió a dar una vuelta por el patio. Aprovechó el bullicio general para quedarse un rato solo. La mayor tortura de todas era la de no poder estar nunca a solas, ni siquiera un instante. Paseó despacio, procurando que los grilletes no sonaran demasiado, y fijó la mirada en un manojo de arbustos que asomaban apenas de entre la nieve para evitar la tentación de contar los postes de las vallas. Había mil quinientos. Uno de los presos se había dedicado a contarlos. Los conocía tan bien como un viejo maestro de aldea podía conocer a sus alumnos. Cada poste significaba para él un día y cada día contaba un poste. Era su manera de esperar la libertad. Dostoievski no encontraba ningún beneficio en esa tarea, sus esfuerzos iban dirigidos a sepultar las dudas que todavía le quedaban y a procurar que los acontecimientos no le turbaran demasiado. Hacía tiempo que no le daban ataques. El primero le sobrevino al enterarse de la muerte atroz de su padre. Los siervos se enfurecieron tras uno de sus brutales arrebatos de violencia y lo asesinaron; pero durante mucho tiempo él estuvo convencido de que los siervos sólo habían actuado como meras herramientas de su voluntad, de que el odio invencible que sentía por su padre y el deseo de verlo muerto habían sido los verdaderos causantes, de que él había asesinado a su padre. Los demonios hicieron acto de presencia, y a partir de entonces ya no lo dejaron en paz. Pero ahora parecían haberse olvidado de él y quiso creer que los propósitos de expiación iban por buen camino. Los segundos que antecedían a las crisis epilépticas aparecían envueltos en un aura de felicidad incomparable, y en ese fugaz intervalo veía cosas que nadie podía ni imaginar. Las descargas eléctricas de su cerebro desencadenaban en él la euforia y la clarividencia de Dios. Pero no podía dejarse engañar. Aquellas visiones sobrenaturales venían encadenadas a una huida de sí mismo, y al regresar del oscuro viaje acababa comprendiendo que en realidad se trataba de una forma cruel de castigo, seductora primero y embadurnada después en el sudor mefítico del pecado.
Petrov interrumpió sus pensamientos. La tarde del día siguiente iba a celebrarse la función de teatro y fue en su busca para que supervisara los últimos ensayos. Dostoievski había escrito la obra, pero dio a entender que se trataba tan sólo de un modesto arreglo. Lo último que deseaba era llamar la atención por algún asunto de índole intelectual. Allí los libros estaban prohibidos, exceptuando la Biblia, y a esa única lectura se había entregado desde que entró en el penal. La leía a diario y tomaba notas en los márgenes con una letra minúscula. Hasta que de repente una tarde desapareció. La estuvo buscando con desesperación por todas partes. Entonces Petrov pareció apiadarse de él y le confesó que la había vendido a otro recluso a cambio de vodka. Lo contó con un aire tan inocente que desarmó a Dostoievski. Después de eso, tal vez para congraciarse con él, Petrov le conseguía papel y tinta y una mañana apareció con un manuscrito al que le faltaban varias hojas y el título. Lo había cambiado por su recipiente para el vodka, fabricado con tripa de toro, y se lo dio al noble, como la mayoría de los reclusos solía llamarle.
La obra pretendía ser divertida, pero estaba tan mal escrita que le causó pesadumbre, y cuando pensó en quiénes podían representar a aquellos ridículos personajes y en el esfuerzo que debían realizar para aprenderse el papel llegó a la conclusión de que lo más adecuado sería reescribirla. Se puso a ello una noche. Cambió su cama con la de un recluso porque estaba junto al ventanuco y podía apoyarse en el muro, encendió una vela de sebo y se arrodilló sobre el colchón. No necesitó leerla de nuevo porque la llevaba consigo en la cabeza: el molinero engañado por su mujer y la isba constantemente asediada de pretendientes en su ausencia. Cada vez que la mujer está con un pretendiente el siguiente golpea la puerta y ella corre a esconder al anterior, y así uno tras otro hasta que llega el marido y descubre la infidelidad, saca por turnos a los enamorados de sus escondrijos y los apalea sin piedad mientras la mujer da vueltas tratando de esquivar los golpes y de escapar sin conseguirlo. La obra termina con la adúltera y sus amantes abatidos por los suelos y el molinero con el garrote alzado como un trofeo.
Dostoievski se sintió atrapado entre la banalidad irredimible del texto y la extremada complicación de las pasiones humanas que la vida le había enseñado. Supo que un recluso llamado Ivanov había asesinado a su mujer porque un amigo la confundió con otra en un lugar de mala fama. Esperó a que ella entrara confiada en el lecho para apuñalarla. La mató guiado por los celos, tal y como hizo Otelo. Dostoievski estaba seguro de que Ivanov no había leído la obra de Shakespeare, pues de lo contrario le habría perdonado la vida incluso antes de comprobar su inocencia.
Escribió: “La vida es hermosa. Siempre es bueno vivir, sea como sea”, y puso la frase en boca de un narrador. Pero enseguida rectificó porque aquellas palabras en sí mismas no dirían nada si no venían apoyadas por la acción. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de que el mismo Ivanov representara el papel de la adúltera. Tenía un rostro bello y seductor que desconcertaba a muchos reclusos, incluido él, pues se había sorprendido a sí mismo embelesado en más de una ocasión ante aquellos ojos de color ágata bordeados de oscuras pestañas contra los que ni el rigor del frío ni la pertinacia hostil de la tracoma se habían atrevido. Sí. Ivanov sería quien mejor podría interpretar a la hermosa Dunya, una adúltera probada, puesto que el mismo marido llegaría a sorprenderla abrazada a su amante. La dificultad estaría en conseguir que el público acabara identificándose con ella, para lo cual debería conocerse cada una de las razones que la habían arrojado en los brazos de Romanov. Pero, ¿quién podía conocer en profundidad las razones de una mujer adúltera, quién hasta entonces había logrado penetrar en el alma tortuosa de las mujeres y traducir las sutiles formas con las que pretendían disimular sus abigarradas pasiones? Ningún escritor hasta entonces había alcanzado a describirlo como a él le hubiera gustado leerlo; ni siquiera el gran Balzac, a pesar de su probada genialidad, había logrado trasponer con paso seguro la entrada de ese laberinto.
Estuvo escribiendo hasta que el redoble del tambor al amanecer dio la señal para que se abrieran las barracas. A pesar de no haber dormido en toda la noche no sintió cansancio. Una ráfaga de bienestar le recorrió por dentro, como confesaría a Petrov la misma tarde de la función. Petrov lo había estado siguiendo como un perro para comunicarle la decisión de reservarle en el teatro un lugar de preferencia.
-Ellos lo quieren así. Dicen que el señor Dostoievski es hombre de luces y debe estar el primero –le informó de forma atropellada. Petrov carecía de ritmo. No sabía caminar, su paso era más bien una carrera entrecortada y angustiosa, como su conversación. Todos allí le temían. Decían que era capaz de degollar a un hombre sin inmutarse si esa idea se le cruzaba de repente por la cabeza. Pero tenía apego por el escritor, iba a buscarlo cada día para que le hablara de libros y de hombres ilustres.
Ivanov se negó a representar el papel de Dunya en un primer momento.
-No sé nada de mujeres. No quiero saber nada de mujeres –dijo, más azorado que furioso. Llamaron al noble para que lo convenciera, pero Dostoievski respondió que no se podía forzar a nadie en algo así, y añadió que tal vez había cometido un lamentable error al pensar únicamente en él mientras “arreglaba” el texto. Unas horas después Ivanov había aceptado.
Se entregaron por completo a los ensayos, lo hacían a hurtadillas, escondiéndose tras las barracas y aprovechando cada hueco de la jornada, y cuando se reunían con los demás reclusos cuchicheaban entre sí como si compartieran un importante secreto. Los ladrones y los asesinos se sometían con mansedumbre al aprendizaje de las frases, que el escritor había condensado hasta la esencia. Del texto primitivo había mantenido algunos nombres, parte del asunto y el acompañamiento de la música, una canción popular rusa como obertura y una kamarinskaia al cerrarse el telón. La había titulado Música en el corazón, pero el efecto le pareció demasiado débil y rectificó escribiendo debajo El color de la tormenta. Después pensó que sus cuidados servirían de bastante poco en un lugar como aquél y que probablemente ni siquiera repararían en lo más evidente del texto, pero hubo de reconocer al mismo tiempo que no podía haberlo hecho de otra manera, que el ansia de perfección lo dominaba con una fuerza irresistible. De todos modos, no tenía una noción clara de cuáles iban a ser los resultados, si su intención había sido reflejada con fidelidad en el papel y si el grupo de actores la interpretaría tal y como él la había concebido.

La tarde de la función condujeron a los presos al salón de actos improvisado en una de las barracas. Habían trasladado dos bancos de la cocina y unas cuantas sillas del comedor y de las oficinas para que se sentaran las autoridades. Los presos verían la obra de pie. Dostoievski entró con ellos en fila y se apretó para que cupieran más. Pero un guardián le hizo seña de que se acercara y lo condujo al primer banco, entre los oficiales de más categoría. La vergüenza de los grilletes sobresalía en medio de una hilera de botas lustradas.
El telón estaba pintado al óleo con un paisaje ingenuo a base de árboles, un estanque, dos cenadores y un cielo colmado de estrellas. Lo habían confeccionado con restos de sus propias ropas: camisas y peales cosidos entre sí. Como la tela no alcanzó para completarlo, una parte la habían hecho de papel utilizando hojas de las oficinas, avisos y órdenes escritos. Pero el conjunto era de una belleza que los alegró. Habían iluminado la escena con velas de sebo cortadas en trozos y la decoración resultaba extremadamente pobre: una gualdrapa en la pared del fondo, un tablón como bambalina en la pared izquierda y dos biombos viejos y derrengados a la derecha, cubriendo a duras penas los camastros de los reclusos amontonados detrás. La orquesta la formaban dos violines, tres balalaikas de fabricación casera, dos guitarras y una pandereta, y la dirigía un hidalgo que había matado a su padre. Cuando la música sonó entraron a escena Dunya y Romanov cogidos de la mano. Los andrajos del vestido de Dunya y el gorro atado con un lazo a la barbilla hicieron estallar en una carcajada a los presos, y Dostoievski temió que la obra resultara grotesca de principio a fin, a pesar de que lo cómico y lo serio estaban perfectamente delimitados en los diálogos y las acotaciones que él había hecho. Romanov llevó en un primer momento el peso de la acción, sus gestos apasionados y sus palabras inflamadas y ampulosas llenaron la escena, relegando a Dunya a un segundo plano. Pero poco a poco ella empezó a mostrarse, a crecer más y más, y allí Ivanov demostró que era un actor de talento, su figura y su rostro atrapaban la mirada como un faro en medio de la noche, su voz se modulaba adoptando matices insospechados, y los agujeros del tul de su vestido y los patéticos encajes del gorro se fueron desvaneciendo, como los grilletes que asomaban por los bajos de su falda.
-Antonina, si supiera que no iba a verle más ya no querría seguir viviendo. Yo misma pondría el arma en la mano de mi marido para que me matara –dijo en un tono neutro a la vieja criada.
-Eso no, hija mía. La vida es hermosa. Siempre es bueno vivir, sea como sea –respondió Antonina, y la acarició como se acariciaría a un caballo, el preso Sushílov pasó varias veces sus manazas velludas por la espalda del preso Ivanov; sin embargo, nadie en la sala se rió ya. Desde la primera fila, Dostoievski no podía ver los rostros de los espectadores, pero aquel silencio de respeto le bastaba para saber que estaban absortos.
Había forzado la escena final de modo que el marido sorprendiera a los amantes en el momento más pleno de su relación. Acababa de estallar una tormenta y Dunya fue a cerrar la ventana. Un rayo cruzó la habitación y fue a estrellarse con estrépito en la silla que ella acababa de abandonar. Dunya soltó un grito desgarrado y Romanov corrió a abrazarla por detrás. Ella se dio la vuelta y miró a su amante con una expresión de pánico. Romanov la abrazó con más fuerza y se inclinó para besarla. En ese momento entró el marido. Los reclusos soltaron a coro una exclamación de contrariedad, y fue cuando la ignorancia y la tosquedad del mujik pudieron mostrarse en toda su crudeza, pues se acercó a la pareja aparentando serenidad, y en cuanto estuvo junto a su mujer la agarró por el cuello y sacó el cuchillo que llevaba escondido bajo el kaftán. La escena terminaba con Romanov inmovilizando al marido en el momento en que se disponía a hundir el cuchillo en el pecho de Dunya, y al resto de los personajes acudiendo en tropel para auxiliar a la víctima. Pero no llegó a completarse. Ivanov se envaró de repente, se puso cada vez más lívido y cayó desvanecido. Entonces el preso Baklushin, que interpretaba el papel del marido, tras un instante de desconcierto se agachó, puso la cabeza de Ivanov en sus brazos y pidió un vaso de agua. Nadie en el público reaccionó porque no conocían la obra y creyeron que estaban actuando. Entonces Romanov salió de escena y regresó al poco con un cazo. En ese intervalo Ivanov había vuelto en sí y ahora estaba sentado en el suelo con las piernas abiertas y la falda arremolinada bastante por encima de sus rodillas, mostrando al completo los grilletes. Baklushin lo miró con extrañeza, Ivanov le devolvió la mirada y los dos se echaron a reír. El público entendió entonces que la obra había terminado y empezó a aplaudir con fuerza. La música tocó una melodía que Dostoievski consideró digna de Glinka. El público seguía aplaudiendo y llamaba a los actores a escena. Tuvieron que salir varias veces a saludar. Ivanov avanzaba y retrocedía enlazando a Baklushin por la cintura; aún no había abandonado del todo a su personaje, fue volviéndose hombre perezosamente, pues los presos no dejaban de gritar con entusiasmo el nombre de Dunya. Uno de ellos escapó del grupo y subió al escenario con la intención de abrazarlo. Lo siguieron los demás, se pusieron en cola para felicitarlo. Muchos fueron a dar las gracias a las autoridades, entre ellos Petrov, quien se acercó al noble completamente emocionado para pedirle su opinión. Dostoievski le dijo que acababa de pasar uno de los mejores ratos de su vida y que en toda Rusia no había ningún actor que superara a Ivanov.
-Entonces era verdad –dijo Petrov, y añadió que le había desconcertado la parte final porque no cuadraba con lo que había visto en los ensayos y creyó que se habían equivocado o estuvieron fingiendo.
-Naturalmente que era verdad. Los artistas nunca mienten –respondió Dostoievski.
Los presos pertenecientes a ese barracón esperaron a que desmontaran el escenario para volver a colocar los camastros en su sitio. Entre ellos figuraba Ivanov, pero ninguno consintió que hiciera nada. Dostoievski se quedó el último para hablar un momento con él.
-No lo olvidaremos. Nadie olvidará nunca este día –le dijo. Ivanov se fue quitando despacio la ropa, primero el gorro, después la blusa y el delantal, por último la falda. Había sudado copiosamente y el olor que desprendía era el mismo que Dostoievski estuvo percibiendo durante la representación pensando que se trataba del propio olor.
-¿Sabe una cosa? Hoy ha sido el único día en que no ha habido robos ni peleas. Cuesta entenderlo, ¿verdad?

La mañana en que fue liberado, Dostoioevski recordó la frase de Ivanov mientras iba recorriendo todas las galerías para despedirse de los presos antes de que salieran al trabajo. Después fue a la herrería para que le quitaran los grilletes. Lo colocaron de espaldas al herrero, le levantaron el pie por detrás, como había visto que hacían con los caballos, y lo apoyaron en el yunque. El herrero tenía prisa y actuó con rapidez. Cuando salió de nuevo al patio pudo notar la ligereza de las piernas, pero el sonido inconfundible del metal no había desaparecido. Dostoievski creyó que los demonios habían regresado con sus voces, pero enseguida vio que se trataba de sus compañeros caminando en fila hacia los campos.

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