Se cierra así la participación en este proyecto. Aquel que, a pesar de ello, quiera enviar algún relato para una posible publicación en el blog "El síndrome Chéjov", puede hacerlo a través de la dirección de correo indicada en el mismo.
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Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 8:29
Antonia Moreno
El noble de Omsk
Esa tarde no regresó tan cansado como otras tardes. Trabajar el alabastro era agradable. No ocurría lo mismo con otros trabajos, como el de desguazar las viejas barcazas del Estado en el río Irtish. El río estaba helado y aquellas maderas podridas no tenían ningún valor. Pero en el proceso del alabastro podía vislumbrarse un destino de utilidad y belleza: primero lo tostaban, después llenaban un cajón y allí lo trituraban. Enseguida se desmenuzaba como terrones de azúcar y acababa convertido en un fino polvo blanco.
Entró en el barracón y fue a sentarse sobre uno de los camastros. Desde allí podía ver un trozo de cielo y el terraplén que los separaba del mundo donde habitaban los seres normales. Antes de ser confinado en la fortaleza de Pedro y Pablo, Dostoievski se consideraba un hombre extraordinario. Pero después de haber sido apresado una noche junto a los demás miembros del grupo Petrashevski, condenado a muerte, conducido al patíbulo e indultado justo en el momento en que el piquete se disponía a dispararle, sólo podía sentir ya una inmensa gratitud por el hecho de estar vivo: “La vida es la vida dondequiera que haya un hombre vivo junto a otros”, escribió a su hermano. Cuando eran pequeños, Mijàil y él se asomaban a la parilla del cementerio para presenciar la ejecución de los reos. Si ese día no ajusticiaban a nadie se acercaban al manicomio para espiar a los locos por las ventanas. Los locos y los muertos fueron en esa etapa de la infancia sus vecinos más próximos y su único pasatiempo. Fiodor creció con el convencimiento de que era muy sencillo enloquecer o morir. Un día le pidió a Mijàil que escogiera entre lo uno y lo otro. Su hermano contestó sin titubear: un muerto, porque los locos no están y sin embargo la gente los ve, son como muertos que sólo enseñan las vergüenzas y nadie los respeta. Ese mismo día habían ajusticiado a un preso. En la madrugada, Fiodor escuchó ruido de pasos en el camino de grava y despertó a su hermano. Mijàil se puso en pie de un salto y los dos corrieron al cementerio. Se trataba de un muchacho, casi un niño. Los soldados lo escoltaban hasta el patíbulo. Él caminaba sereno, digno como un zar, y al pasar por el fragmento de parilla donde los hermanos se encontraban encaramados levantó la cabeza y los vio. Fiodor le dijo adiós con la mano y al hacerlo se le desprendió un botón de la casaca. El botón resbaló por el hombro del reo y cayó a la tierra. El muchacho lo recogió y continuó despacio hasta alcanzar los escalones, los subió como si subiera a un trono. Pero cuando pisó aquel suelo con restos de sangre seca empezó a gemir y a retorcerse y a temblar. Tuvieron que inmovilizarlo y se vomitó encima una pasta amarillenta que Fiodor identificó como los restos de una sopa.
La sopa de coles era el rancho habitual en el penal de Omsk. La cocían en un caldero, añadiéndole una porción de sémola para espesarla. De todos modos siempre estaba aguada, así que esa tarde los reclusos se alegraron de que, al menos en unos días, la sopa de coles no presidiera la mesa. Iba a celebrarse la fiesta de la Pascua y el penal recibía donativos de todos los confines de la ciudad.
A la mañana siguiente nadie fue a los trabajos, y de las cocinas brotaba un aroma a bollos y a hojuelas que los donantes habían llevado. Dostoievski salió a dar una vuelta por el patio. Aprovechó el bullicio general para quedarse un rato solo. La mayor tortura de todas era la de no poder estar nunca a solas, ni siquiera un instante. Paseó despacio, procurando que los grilletes no sonaran demasiado, y fijó la mirada en un manojo de arbustos que asomaban apenas de entre la nieve para evitar la tentación de contar los postes de las vallas. Había mil quinientos. Uno de los presos se había dedicado a contarlos. Los conocía tan bien como un viejo maestro de aldea podía conocer a sus alumnos. Cada poste significaba para él un día y cada día contaba un poste. Era su manera de esperar la libertad. Dostoievski no encontraba ningún beneficio en esa tarea, sus esfuerzos iban dirigidos a sepultar las dudas que todavía le quedaban y a procurar que los acontecimientos no le turbaran demasiado. Hacía tiempo que no le daban ataques. El primero le sobrevino al enterarse de la muerte atroz de su padre. Los siervos se enfurecieron tras uno de sus brutales arrebatos de violencia y lo asesinaron; pero durante mucho tiempo él estuvo convencido de que los siervos sólo habían actuado como meras herramientas de su voluntad, de que el odio invencible que sentía por su padre y el deseo de verlo muerto habían sido los verdaderos causantes, de que él había asesinado a su padre. Los demonios hicieron acto de presencia, y a partir de entonces ya no lo dejaron en paz. Pero ahora parecían haberse olvidado de él y quiso creer que los propósitos de expiación iban por buen camino. Los segundos que antecedían a las crisis epilépticas aparecían envueltos en un aura de felicidad incomparable, y en ese fugaz intervalo veía cosas que nadie podía ni imaginar. Las descargas eléctricas de su cerebro desencadenaban en él la euforia y la clarividencia de Dios. Pero no podía dejarse engañar. Aquellas visiones sobrenaturales venían encadenadas a una huida de sí mismo, y al regresar del oscuro viaje acababa comprendiendo que en realidad se trataba de una forma cruel de castigo, seductora primero y embadurnada después en el sudor mefítico del pecado.
Petrov interrumpió sus pensamientos. La tarde del día siguiente iba a celebrarse la función de teatro y fue en su busca para que supervisara los últimos ensayos. Dostoievski había escrito la obra, pero dio a entender que se trataba tan sólo de un modesto arreglo. Lo último que deseaba era llamar la atención por algún asunto de índole intelectual. Allí los libros estaban prohibidos, exceptuando la Biblia, y a esa única lectura se había entregado desde que entró en el penal. La leía a diario y tomaba notas en los márgenes con una letra minúscula. Hasta que de repente una tarde desapareció. La estuvo buscando con desesperación por todas partes. Entonces Petrov pareció apiadarse de él y le confesó que la había vendido a otro recluso a cambio de vodka. Lo contó con un aire tan inocente que desarmó a Dostoievski. Después de eso, tal vez para congraciarse con él, Petrov le conseguía papel y tinta y una mañana apareció con un manuscrito al que le faltaban varias hojas y el título. Lo había cambiado por su recipiente para el vodka, fabricado con tripa de toro, y se lo dio al noble, como la mayoría de los reclusos solía llamarle.
La obra pretendía ser divertida, pero estaba tan mal escrita que le causó pesadumbre, y cuando pensó en quiénes podían representar a aquellos ridículos personajes y en el esfuerzo que debían realizar para aprenderse el papel llegó a la conclusión de que lo más adecuado sería reescribirla. Se puso a ello una noche. Cambió su cama con la de un recluso porque estaba junto al ventanuco y podía apoyarse en el muro, encendió una vela de sebo y se arrodilló sobre el colchón. No necesitó leerla de nuevo porque la llevaba consigo en la cabeza: el molinero engañado por su mujer y la isba constantemente asediada de pretendientes en su ausencia. Cada vez que la mujer está con un pretendiente el siguiente golpea la puerta y ella corre a esconder al anterior, y así uno tras otro hasta que llega el marido y descubre la infidelidad, saca por turnos a los enamorados de sus escondrijos y los apalea sin piedad mientras la mujer da vueltas tratando de esquivar los golpes y de escapar sin conseguirlo. La obra termina con la adúltera y sus amantes abatidos por los suelos y el molinero con el garrote alzado como un trofeo.
Dostoievski se sintió atrapado entre la banalidad irredimible del texto y la extremada complicación de las pasiones humanas que la vida le había enseñado. Supo que un recluso llamado Ivanov había asesinado a su mujer porque un amigo la confundió con otra en un lugar de mala fama. Esperó a que ella entrara confiada en el lecho para apuñalarla. La mató guiado por los celos, tal y como hizo Otelo. Dostoievski estaba seguro de que Ivanov no había leído la obra de Shakespeare, pues de lo contrario le habría perdonado la vida incluso antes de comprobar su inocencia.
Escribió: “La vida es hermosa. Siempre es bueno vivir, sea como sea”, y puso la frase en boca de un narrador. Pero enseguida rectificó porque aquellas palabras en sí mismas no dirían nada si no venían apoyadas por la acción. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de que el mismo Ivanov representara el papel de la adúltera. Tenía un rostro bello y seductor que desconcertaba a muchos reclusos, incluido él, pues se había sorprendido a sí mismo embelesado en más de una ocasión ante aquellos ojos de color ágata bordeados de oscuras pestañas contra los que ni el rigor del frío ni la pertinacia hostil de la tracoma se habían atrevido. Sí. Ivanov sería quien mejor podría interpretar a la hermosa Dunya, una adúltera probada, puesto que el mismo marido llegaría a sorprenderla abrazada a su amante. La dificultad estaría en conseguir que el público acabara identificándose con ella, para lo cual debería conocerse cada una de las razones que la habían arrojado en los brazos de Romanov. Pero, ¿quién podía conocer en profundidad las razones de una mujer adúltera, quién hasta entonces había logrado penetrar en el alma tortuosa de las mujeres y traducir las sutiles formas con las que pretendían disimular sus abigarradas pasiones? Ningún escritor hasta entonces había alcanzado a describirlo como a él le hubiera gustado leerlo; ni siquiera el gran Balzac, a pesar de su probada genialidad, había logrado trasponer con paso seguro la entrada de ese laberinto.
Estuvo escribiendo hasta que el redoble del tambor al amanecer dio la señal para que se abrieran las barracas. A pesar de no haber dormido en toda la noche no sintió cansancio. Una ráfaga de bienestar le recorrió por dentro, como confesaría a Petrov la misma tarde de la función. Petrov lo había estado siguiendo como un perro para comunicarle la decisión de reservarle en el teatro un lugar de preferencia.
-Ellos lo quieren así. Dicen que el señor Dostoievski es hombre de luces y debe estar el primero –le informó de forma atropellada. Petrov carecía de ritmo. No sabía caminar, su paso era más bien una carrera entrecortada y angustiosa, como su conversación. Todos allí le temían. Decían que era capaz de degollar a un hombre sin inmutarse si esa idea se le cruzaba de repente por la cabeza. Pero tenía apego por el escritor, iba a buscarlo cada día para que le hablara de libros y de hombres ilustres.
Ivanov se negó a representar el papel de Dunya en un primer momento.
-No sé nada de mujeres. No quiero saber nada de mujeres –dijo, más azorado que furioso. Llamaron al noble para que lo convenciera, pero Dostoievski respondió que no se podía forzar a nadie en algo así, y añadió que tal vez había cometido un lamentable error al pensar únicamente en él mientras “arreglaba” el texto. Unas horas después Ivanov había aceptado.
Se entregaron por completo a los ensayos, lo hacían a hurtadillas, escondiéndose tras las barracas y aprovechando cada hueco de la jornada, y cuando se reunían con los demás reclusos cuchicheaban entre sí como si compartieran un importante secreto. Los ladrones y los asesinos se sometían con mansedumbre al aprendizaje de las frases, que el escritor había condensado hasta la esencia. Del texto primitivo había mantenido algunos nombres, parte del asunto y el acompañamiento de la música, una canción popular rusa como obertura y una kamarinskaia al cerrarse el telón. La había titulado Música en el corazón, pero el efecto le pareció demasiado débil y rectificó escribiendo debajo El color de la tormenta. Después pensó que sus cuidados servirían de bastante poco en un lugar como aquél y que probablemente ni siquiera repararían en lo más evidente del texto, pero hubo de reconocer al mismo tiempo que no podía haberlo hecho de otra manera, que el ansia de perfección lo dominaba con una fuerza irresistible. De todos modos, no tenía una noción clara de cuáles iban a ser los resultados, si su intención había sido reflejada con fidelidad en el papel y si el grupo de actores la interpretaría tal y como él la había concebido.
La tarde de la función condujeron a los presos al salón de actos improvisado en una de las barracas. Habían trasladado dos bancos de la cocina y unas cuantas sillas del comedor y de las oficinas para que se sentaran las autoridades. Los presos verían la obra de pie. Dostoievski entró con ellos en fila y se apretó para que cupieran más. Pero un guardián le hizo seña de que se acercara y lo condujo al primer banco, entre los oficiales de más categoría. La vergüenza de los grilletes sobresalía en medio de una hilera de botas lustradas.
El telón estaba pintado al óleo con un paisaje ingenuo a base de árboles, un estanque, dos cenadores y un cielo colmado de estrellas. Lo habían confeccionado con restos de sus propias ropas: camisas y peales cosidos entre sí. Como la tela no alcanzó para completarlo, una parte la habían hecho de papel utilizando hojas de las oficinas, avisos y órdenes escritos. Pero el conjunto era de una belleza que los alegró. Habían iluminado la escena con velas de sebo cortadas en trozos y la decoración resultaba extremadamente pobre: una gualdrapa en la pared del fondo, un tablón como bambalina en la pared izquierda y dos biombos viejos y derrengados a la derecha, cubriendo a duras penas los camastros de los reclusos amontonados detrás. La orquesta la formaban dos violines, tres balalaikas de fabricación casera, dos guitarras y una pandereta, y la dirigía un hidalgo que había matado a su padre. Cuando la música sonó entraron a escena Dunya y Romanov cogidos de la mano. Los andrajos del vestido de Dunya y el gorro atado con un lazo a la barbilla hicieron estallar en una carcajada a los presos, y Dostoievski temió que la obra resultara grotesca de principio a fin, a pesar de que lo cómico y lo serio estaban perfectamente delimitados en los diálogos y las acotaciones que él había hecho. Romanov llevó en un primer momento el peso de la acción, sus gestos apasionados y sus palabras inflamadas y ampulosas llenaron la escena, relegando a Dunya a un segundo plano. Pero poco a poco ella empezó a mostrarse, a crecer más y más, y allí Ivanov demostró que era un actor de talento, su figura y su rostro atrapaban la mirada como un faro en medio de la noche, su voz se modulaba adoptando matices insospechados, y los agujeros del tul de su vestido y los patéticos encajes del gorro se fueron desvaneciendo, como los grilletes que asomaban por los bajos de su falda.
-Antonina, si supiera que no iba a verle más ya no querría seguir viviendo. Yo misma pondría el arma en la mano de mi marido para que me matara –dijo en un tono neutro a la vieja criada.
-Eso no, hija mía. La vida es hermosa. Siempre es bueno vivir, sea como sea –respondió Antonina, y la acarició como se acariciaría a un caballo, el preso Sushílov pasó varias veces sus manazas velludas por la espalda del preso Ivanov; sin embargo, nadie en la sala se rió ya. Desde la primera fila, Dostoievski no podía ver los rostros de los espectadores, pero aquel silencio de respeto le bastaba para saber que estaban absortos.
Había forzado la escena final de modo que el marido sorprendiera a los amantes en el momento más pleno de su relación. Acababa de estallar una tormenta y Dunya fue a cerrar la ventana. Un rayo cruzó la habitación y fue a estrellarse con estrépito en la silla que ella acababa de abandonar. Dunya soltó un grito desgarrado y Romanov corrió a abrazarla por detrás. Ella se dio la vuelta y miró a su amante con una expresión de pánico. Romanov la abrazó con más fuerza y se inclinó para besarla. En ese momento entró el marido. Los reclusos soltaron a coro una exclamación de contrariedad, y fue cuando la ignorancia y la tosquedad del mujik pudieron mostrarse en toda su crudeza, pues se acercó a la pareja aparentando serenidad, y en cuanto estuvo junto a su mujer la agarró por el cuello y sacó el cuchillo que llevaba escondido bajo el kaftán. La escena terminaba con Romanov inmovilizando al marido en el momento en que se disponía a hundir el cuchillo en el pecho de Dunya, y al resto de los personajes acudiendo en tropel para auxiliar a la víctima. Pero no llegó a completarse. Ivanov se envaró de repente, se puso cada vez más lívido y cayó desvanecido. Entonces el preso Baklushin, que interpretaba el papel del marido, tras un instante de desconcierto se agachó, puso la cabeza de Ivanov en sus brazos y pidió un vaso de agua. Nadie en el público reaccionó porque no conocían la obra y creyeron que estaban actuando. Entonces Romanov salió de escena y regresó al poco con un cazo. En ese intervalo Ivanov había vuelto en sí y ahora estaba sentado en el suelo con las piernas abiertas y la falda arremolinada bastante por encima de sus rodillas, mostrando al completo los grilletes. Baklushin lo miró con extrañeza, Ivanov le devolvió la mirada y los dos se echaron a reír. El público entendió entonces que la obra había terminado y empezó a aplaudir con fuerza. La música tocó una melodía que Dostoievski consideró digna de Glinka. El público seguía aplaudiendo y llamaba a los actores a escena. Tuvieron que salir varias veces a saludar. Ivanov avanzaba y retrocedía enlazando a Baklushin por la cintura; aún no había abandonado del todo a su personaje, fue volviéndose hombre perezosamente, pues los presos no dejaban de gritar con entusiasmo el nombre de Dunya. Uno de ellos escapó del grupo y subió al escenario con la intención de abrazarlo. Lo siguieron los demás, se pusieron en cola para felicitarlo. Muchos fueron a dar las gracias a las autoridades, entre ellos Petrov, quien se acercó al noble completamente emocionado para pedirle su opinión. Dostoievski le dijo que acababa de pasar uno de los mejores ratos de su vida y que en toda Rusia no había ningún actor que superara a Ivanov.
-Entonces era verdad –dijo Petrov, y añadió que le había desconcertado la parte final porque no cuadraba con lo que había visto en los ensayos y creyó que se habían equivocado o estuvieron fingiendo.
-Naturalmente que era verdad. Los artistas nunca mienten –respondió Dostoievski.
Los presos pertenecientes a ese barracón esperaron a que desmontaran el escenario para volver a colocar los camastros en su sitio. Entre ellos figuraba Ivanov, pero ninguno consintió que hiciera nada. Dostoievski se quedó el último para hablar un momento con él.
-No lo olvidaremos. Nadie olvidará nunca este día –le dijo. Ivanov se fue quitando despacio la ropa, primero el gorro, después la blusa y el delantal, por último la falda. Había sudado copiosamente y el olor que desprendía era el mismo que Dostoievski estuvo percibiendo durante la representación pensando que se trataba del propio olor.
-¿Sabe una cosa? Hoy ha sido el único día en que no ha habido robos ni peleas. Cuesta entenderlo, ¿verdad?
La mañana en que fue liberado, Dostoioevski recordó la frase de Ivanov mientras iba recorriendo todas las galerías para despedirse de los presos antes de que salieran al trabajo. Después fue a la herrería para que le quitaran los grilletes. Lo colocaron de espaldas al herrero, le levantaron el pie por detrás, como había visto que hacían con los caballos, y lo apoyaron en el yunque. El herrero tenía prisa y actuó con rapidez. Cuando salió de nuevo al patio pudo notar la ligereza de las piernas, pero el sonido inconfundible del metal no había desaparecido. Dostoievski creyó que los demonios habían regresado con sus voces, pero enseguida vio que se trataba de sus compañeros caminando en fila hacia los campos.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 5:51
Etiquetas: Antonia Moreno
Rebeca Martín.
Alfa muerta (Sylvia Plath)
Metes la cabeza en un horno que has limpiado antes. Cierras los ojos y tu mundo muere, pero la dama Lázaro siempre resucita. Una vez cada década. Alfa escritora. Alfa madre. Alfa ama de casa. Alfa estudiante. Alfa esposa ya no existe. Pero el horno siempre está limpio y los niños desayunan cada mañana, en sus camas.
¿Matar al padre? Ese maldito dios abeja, miembro de una raza Alfa, ese coloso que te arrastra a su tumba, ese hombre a quien odias y amas. No, matar al padre no. Otto te matará a ti. El ario capicúa rodeará a su hija Alfa con sus tentáculos de abeja, la irá introduciendo en un laberinto sin salida, víctima de un círculo vicioso aun antes de saberlo, aun antes de salir.
Cierras los ojos; no quieres, no puedes dormir. Temes aquello que no puedes controlar, ser Beta durmiente. Temes también no despertar. Jamás Alfa muerta sin desearlo, sin provocarlo. Alfa siempre suicida, el horno impecable. A Ted nadie le lleva ya el desayuno a la cama ni su horno está tan limpio como el tuyo. Su mujer no se preocupa de dejar reluciente un lugar donde cabe perfectamente su cabeza. A partir de ahora, los hornos están hechos para suicidarse. Exclusivos para gente Alfa. Ted ya no será jamás Alfa, en nada. Llevará como una sombra el peso y las acusaciones de tu trágico destino.
Cierras los ojos y parte de tu mundo muere; no quieres, no puedes dormir. A lomos de Ariel o de Sam, galopando, caballos de nombre incierto y pasajero con tus ojos de almendra, con tu media melena, con tu aniñado flequillo. Tú galopando sobre tu propio fantasma. Sylvia arrastrando a Sylvia a su infierno, a su mundo de pesadillas diurnas.
Las vacas dan leche con sabor a Chaucer, a cuentos de Canterbury. Zumban abejas invisibles por el campo, las puedes oír. Bloomsday. Tu madre, escultora de tu mente perfeccionista, tu madre, creadora de Alfas, única invitada. Cartas y diarios.
Dama Lázaro, una vez cada década. Morir es un arte. Un hombre que se escapa por las noches de su tumba, que arrastra consigo a su última víctima. Otto, el dios abeja. La historia te persigue, aria y judía. Tú, que aspirabas a ser Alfa. El horno es grande, hecho a la medida de tu cabeza.
Ojalá no soñaras. Otto aparece por las noches y a ratos, o para siempre, se te lleva.
Pánico al sueño, a no poder escapar de las garras de tu padre. Pánico a escribir, a que las palabras arrebaten todo lo Alfa que posees. Ama de casa. Madre. Mujer. Estudiante. Antes esposa.
Qué hermoso, el horno. Ted estará durmiendo. Tú ya has escrito tus mejores versos, tu campana de cristal. Una vez cada tres décadas. Dama Lázaro. Nada es eterno. Demasiadas Alfas para poderlas mantener. Has dejado la casa impecable. Y el horno. No se engrasará tu juvenil melena. Frieda y Nicholas disfrutarán de un copioso desayuno, también el principio de su día será Alfa (acabará en Omega).
Ted y sus animales, tú y un universo entero hecho a tu medida, esculpido con aquellos sueños a los que jamás te has enfrentado. No puedes dejarte llevar. Podrías hacerte daño. O, lo que es peor, salir ilesa.
Enciendes el gas, qué orgullo ver la cocina así. Seguro que lo comentan los vecinos. Ellos no oirán las abejas que zumban en tus oídos, ellos no verán el perro alemán que te arrastra a su tumba. Verán una mujer Alfa, una madre Alfa, una escritora Alfa. Alguien que algún día fue amante y esposa Alfa, alguien que será para siempre leyenda y suicida Alfa. Una a una, vas matando las abejas.
Ascensor
Las puertas del ascensor no la reconocían. Los sensores no se percataban de su presencia, y una y otra vez las puertas metálicas golpeaban su cuerpo.
En el suelo, en el rellano de la décima planta, su parte superior. La oscura cabellera, ahora sucia y despeinada. Las gafas, a unos metros, un cristal resquebrajado. El bolso, abierto, y sus pertenencias desparramadas sobre las baldosas grises: unas llaves, un teléfono, un neceser, una cartera...
Cintura y caderas recibían las continuas embestidas de las puertas metálicas.
Dentro del ascensor, sus piernas, o lo que quedaba de ellas. Un zapato en el pie, y el otro, con el tacón partido, al fondo del cubículo. La falda estaba destrozada. Había sido devorada por una jauría humana. Con un hambre voraz, en cuanto cayó se abalanzaron sobre ella, sobre sus piernas. Parecían idas, enfermas, llevadas por un extraño semi-Dios, parecía que comerse a su compañera hubiera sido un sueño anhelado desde hacía mucho tiempo.
Sin reservas, sin pudor.
De sus piernas recién bronceadas al principio de la primavera solo quedaban huesos y algún que otro tendón.
Las comensales, tras terminar el festín, se adecentaron: se peinaron, se retocaron el carmín, se perfumaron y se alisaron los trajes de ejecutivas, para retomar su cotidianeidad; así, nada de aquello habría ocurrido.
Una de ellas comentó, quizás los remordimientos la reconcomían y trataba de justificarse:
- No era de las nuestras.
Con un “llegamos tarde a la reunión”, acompañado de un tirón del brazo, la otra la arrastró hacia el final de la escalera, mientras un cadáver todavía inodoro alargaba su brazo, su mano izquierda y su puño abierto, tratando de levantarse rápidamente de aquella caída, de escapar de ese siniestro tres por dos.
Bolas de nieve
Miraba, nervioso, cómo se iban desplazando las luces rojas en el alargado hilo que constituía el esquema de la línea del Metro. El vagón iba medio vacío, y apoyaba la deportiva en el asiento desocupado que tenía delante. Había salido de casa con el tiempo justo, y trataba de acortarlo controlando el reloj en la muñeca izquierda, observando cómo disminuían las estaciones que faltaban por llegar, y hojeando el manoseado periódico gratuito que alguien había dejado en un banco en la estación.
De repente, pensó que no llevaba currículum, pero se tranquilizó recordando que tampoco se lo habían pedido por teléfono.
Bajó en la sexta parada y, tras un breve vistazo a los carteles informativos, se encaminó hacia la salida más cercana. Todavía le quedaban un par de minutos, si se guiaba por su muñeca.
Al salir a la calle, preguntó por la dirección donde le habían citado. Tres manzanas más allá. Apresuró el paso, tratando de no superar los cinco minutos de cortesía. Repasó mentalmente, mientras empujaba la puerta metálica que le había abierto una voz desconocida en el Principal Primera, su trayectoria profesional.
- Buenas tardes –una mujer de edad incalculable, largas piernas y blanca sonrisa tomó nota de sus datos- Julián García, ¿verdad? Tome asiento. Avisaré al señor Lezcano.
Prefirió permanecer de pie, observando la sala donde se hallaba: paredes grises, una planta artificial, un calendario de 2007, una mesa negra de oficina, cinco sillas, el ordenador desde el que trabajaba la mujer que lo había recibido, y el teléfono.
- Ya puede Usted pasar, y la mujer-sonrisa le condujo, a través de un largo pasillo, a la tercera puerta a la derecha.
Le sorprendió su aspecto: el entrevistador era un hombre cincuentón, pequeño, con un gran bigote que le cubría media cara. La estancia estaba forrada de madera vieja y mal cuidada, desde el suelo, que parecía parquet mal cuidado, hasta llegar al techo, que pedía a gritos una mano de pintura.
- Siéntate –al otro lado de la mesa, el hombrecillo leía, a través de sus gafas, un folio que tenía en sus manos- Julián, te llamas. Veintiún años. Graduado escolar, carné B de conducir, también tienes el de camión... –levantó los ojos del papel, que le temblaba levemente- Veamos tu experiencia. ¿Qué hacías en tu otro trabajo?
Carraspeó y, con los ojos apoyados en la mesa, de madera también, respondió:
- Bueno... –y se avergonzaba de su inseguridad en el arranque- transportaba bloques de hielo.
- ¿Los cargabas tú?, y el hombrecillo levantó las manos, como si sujetara el vacío que había entre ellas, y a Julián le pareció que lo hacía con la misma energía con la que había tomado el folio.
- Depende. Si eran pequeños, los cogía con las manos. Si eran grandes, con la carretilla. Pero tampoco solían ser muy grandes. Habitualmente, no llegaban a los diez quilos.
- Has estado ahí dos años... –Julián asentía con la cabeza, intentando buscar en la desnuda pared de madera algo a lo que aferrarse con la mirada- ¿Sabes a qué nos dedicamos, conoces nuestra empresa?
- Sí, cómo no. Son líderes en transportar bolas de nieve.
Miraba a su alrededor, como un animal en busca de madriguera, tratando de hacer suyo ese espacio y de templar los nervios.
- Dime... –el hombrecillo le miraba desde abajo, en la silla de enfrente- ¿Qué crees que puedes aportar a nuestra empresa?
- No sé... –y se volvía a avergonzar de su inseguridad, pensando que él había trabajado en un sitio parecido bastante tiempo y sin ninguna queja- Experiencia.
El hombrecillo negaba con la cabeza, desaprobando su comentario.
- Y ganas de trabajar –añadió, apresurado- y de crecer profesionalmente.
No le había convencido
- No te equivoques. No tienes experiencia. Tú trabajabas con bloques de hielo, y aquí trabajamos con bolas de nieve, ¿comprendes la diferencia? –y se tocaba el bigote, torciendo sus pelos.
Julián paseaba de nuevo sus ojos por la estancia de madera, tratando de identificar algún objeto al que agarrarse para no salir corriendo. La lámpara verde que había encima de la mesa, iluminando el currículum que había dejado el hombrecillo, medio arrugado, le ofreció una seguridad momentánea.
- No se te puede derretir, bajo ningún concepto, la bola de nieve.
Nervioso y dolido, se defendió: nunca se le había deshecho ningún bloque de hielo, ni siquiera en verano. El hombre negó con la cabeza, farfullando que no era lo mismo, que qué tenía que ver una cosa con la otra. Le preguntó cuántas bolas de nieve estaba dispuesto a recoger y a entregar en un día.
- Depende de las direcciones, del tamaño, del tiempo de espera... –trataba de demostrarle que sabía perfectamente de qué estaba hablando, y pretendía que el hombrecillo se diera cuenta de que era un profesional.
Sin embargo, el entrevistador crujió los dedos de la mano derecha y le espetó que a qué había venido.
- A buscar trabajo –la obviedad apenas se oyó en la sala de madera, el hilo de voz salió oprimido, sin fuerza, de sus labios, y apenas pudo llegar a la lámpara, y se le ofreció como un susurro al hombrecillo.
Este, indignado, iba enrojeciendo progresivamente, y le esgrimía que nadie se reía de él. Que no le contestara con evasivas, y que si no le proporcionaba la información requerida no podría calcular si estaba, o no, capacitado para cubrir la vacante.
Julián se aferró a la lámpara verde, el único objeto colorido de la estancia, mientras pensaba que quizás nunca debería haber abandonado la anterior empresa, y que era más sencillo transportar bloques de hielo que bolas de nieve, y que él había sido pretencioso al creerse capaz de poder con ello. Fijaba su vista en la lámpara, y esta iba empequeñeciendo paulatinamente. Julián miró al hombre enrojecido que tenía delante, esperando que le dijera algo, luego se refugió en la lámpara y se vio menguando con ella.
Sobre un crucifijo
Mira el crucifijo, solitario en la austera pared blanca. Siente el impulso de acercarse y agarrarlo de nuevo, como si de un imán se tratara. Y lo intenta con todas sus fuerzas, pero las manillas se resisten. Tiene las manos ensangrentadas de tantos y tantos intentos frustrados de liberarse para apoderarse de nuevo del crucifijo.
Y llora, impotente. De rabia. Olvida, como si nunca los hubiera tenido, los remordimientos de conciencia que la han mantenido en vilo noches enteras, arrepintiéndose de su conducta poco cristiana y convenciéndose, para sentirse más ligera, de que Satán la ha poseído.
Nacida como Eva Magdalena, ambas pecadoras: la de la manzana, guiada por los consejos de una astuta serpiente, y la prostituta de pelo largo que bañaba dulcemente los pies del rey de reyes, Jesús. Pero ahora tiene un nombre más casto, Purificación. Procura alejarse del Mal y sus pequeñas acciones, aquellos inconfesables pecados que la hacen dudar de sus creencias y de su vocación.
De nuevo, dirige la mirada al crucifijo, iluminado por la luz del sol que entra por la diminuta ventana. El resto de la estancia permanece a oscuras.
En el suelo, unida al modesto lecho por las manillas, una figura femenina solloza.
Piensa que, si al fin y al cabo, está casada con él, al menos podrá gozarlo. Y se siente sucia por haber pensado en esa manera de exculparse.
Cierra los ojos y recuerda sus pies, clavados, tan pequeños, tan lindos... y sus piernas, musculosas, fuertes, depiladas. Los miembros, cubiertos por un taparrabos, ¡si al menos pudiera levantarlo y contemplarlo entero, para ella sola! (Aunque fuera por un solo momento). Pero sobre la madera hay una capa de barniz que imposibilita tal acción. Desea que esté bien dotado, en concordancia con sus pechos, erguidos, y con aquellos brazos que, rectos, muestran cuánto puede abarcar Nuestro Señor: 180 grados, todo lo que se le ponga delante.
Pero a ella no la mira, a ella no la abraza. Ni recorre su virgen cuerpo, blanco, con sus labios, ni le hace cosquillas con su frondosa barba. No. A ella no desea ni pretende poseerla.
Solloza de nuevo. Y grita. Suenan las campanas. Doce. Laudes. Las hermanas la echarán en falta. Pero ella no se puede mover, amarrada a la pata de la cama. Intenta darse placer con la mano que tiene libre y sana. Pero su cuerpo pesa demasiado y no puede ponerse boca arriba, se lo impide la mano herida.
De nuevo cierra los ojos y recuerda las solitarias y húmedas caricias de alcoba a las que ha recurrido cada vez que se sentía sola, recuerda también, con añoranza, cómo se introducía el crucifijo en la vagina una y otra vez, deseando que en vez de un trozo de madera fuera el sexo de Jesús, con quien estaba casada desde que ingresó en el convento. Si tenía que ser su compañero espiritual, que también lo fuera en la cama. Pero ella se entregaba por completo a un crucifijo que no lograba saciar su enfermiza sed.
Sigue llorando, inconsolable, irredimible. Bajo su mano derecha, un charco de sangre que le va empapando la ropa. Quizás ahora Cristo la haya, de una vez por todas, desvirgado.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 12:07
Etiquetas: Rebeca Martín
Jordi Roldán.
Nací en Sabadell en 1975). Soy médico radiólogo y trabajo en Palma de Mallorca.
Tengo el blog http://habitacioarles.blogspot.com/
Acompaño dos relatos de la serie que saco en el blog con periodicidad arbitraria. Se titula Northern exposure tuneada, y está basada en la serie que aquí se tradujo como Doctor en Alaska.
NORTHERN EXPOSURE TUNEADA vol 4.
Maurice cada vez hacía más recortes económicos en la emisora, no en vano se había gastado parte de su fortuna en comprar el scáner que le convertiría en el nuevo Rodríguez de la Fuente virtual de Alaska. Por cierto, durante los rodajes de las carreras de trineos, conoció al etólogo español, y posiblemente desde entonces, le entró la curiosidad por la fauna local, aunque desde otro punto de vista más pragmático, dicho de forma eufemística.
El hecho es que Chris apenas podía comprar nuevo material musical para la K-OSO, así que se tenía que montar la vida bajándoselo por el emule, gracias a la excelente red wifi que había generado el gobierno americano, (bendito Chenney Junior Junior, secretario de defensa, orden cívico y telecomunicaciones). Lo hacía habitualmente por las noches, y en eso no hay nada especial ni único, lo que probablemente le distinguía del resto, era que se quedaba mirando cómo los bits de información iban llegando a su ordenador y cómo aquellos cambios de color de la barra horizontal indicaban la velocidad y el estado de la descarga. Le parecía un proceso mágico e inexplicable "ceros y unos transformados en notas musicales que emocionan, y que evocan sensaciones y sentimientos inolvidables... si Chesterton lo viera, seguro que compondría unos versos". No se bajaba más que una pieza por noche, porque lo consideraba una creación, y le gustaba difrutar con el proceso. Era su construcción musical personal. En la madrugada de hoy, estaba deleitándose como, A brisa do coraçao de Dulce Pontes, viajaba por los cables eléctricos a su portátil, desde no sabía donde a su pueblo lejano, en el norte del continente americano, pérdido entre las nieves y los perros Husky, para transformarse en el recuerdo de aquel día en el que fue besado por última vez, y ella le dio la brisa de su corazón, su aroma más íntimo, el tiempo de su alma y la certeza de que como el viento, siempre acaba volviendo.
Cada noche, antes de empezar a conectarse para conseguir otra canción, terminaba el programa dándole las gracias a Maurice por haberle descubierto la belleza en forma de impulsos eléctricos. Horas más tarde, Chris se dormía encima de la mesa del estudio. Como era prácticamente diario, compró una almohada a Ruth-Anne, de esas ergonómicas, el último grito en tecnología para el descanso, "seguro que antes los astronautas ya la han probado y validado, tal vez ésta, incluso tenga partículas de algún transbordador espacial, del Columbia por ejemplo". Chris respondió rápidamente, gestualizando como si estuviera ya en el aire, "es muy probable Ruth-Anne, los clásicos ya lo decían, somos polvo de estrellas. Whitman y lo cito de memoria acababa su poema cosmos con una idea relacionada: el pasado, el futuro, morar allí, como el espacio indisolublemente juntos. Quizás sea eso, a fin de cuentas, lo que somos. Partículas de naves espaciales, carbonos de carbonos de cenizas de cenizas de otras cenizas de plantas que ya no existen, o animales... o ceros y unos ordenados aleatoriamente...como las canciones de ahora".
NORTHERN EXPSOURE vol 8.
Se abrigó con las prendas más calientes que tenía, gorro de piel de alce, buffer en el cuello y hemicara inferior, guantes homologados por alpinistas del Himalaya, calzones largos de algodón debajo de pantalones para esquiar en las rocosas y las últimas botas con tecnología aeroespacial de la tienda de Ruth-Anne. Cogió varios paquetes de rubio americano, frutos secos y siete botellas de cerveza holandesa, una linterna que enganchaba en las cremalleras de su cazadora de cuero negra para leer las Confesiones de san Agustín, por influencias de Chris, la moleskine negra de tapa dura y el bolígrafo de punta fina del 0.5, azul y marca Uni, para escribir lo que brotase de su imaginación. La medianoche de los domingos la dedicaba a observar el río que pasaba a escasos kilómetros de Cicely. La leyenda contaba que a partir de las doce las aguas fluviales llegaban a un momento de éxtasis tal, que quedaba totalmente en silencio, como durmiendo. El ruido de los rápidos y el oleaje escaso de la orilla, se convertían por arte de magia en una dulce música de sonata nocturna con sonidos vacíos. Era entonces cuando las musas acudían en su ayuda y creaba los guiones más indie que pudiera imaginar, aquellos de los que los directores underground se nutrían. Esa noche fue bien especial. A escasos metros suyos creyó ver una sombra de un tipo con un sombrero vaquero. Instantes después la sombra se transformó en persona. Buenas noches, se le presentó educadamente. Buenas noches, le respondió Ed. ¿Qué le trae por aquí señor Redford? preguntó mientras con la mano derecha le ofrecía una cerveza. Estaba buscándote. He pasado por el bar de Holling y me ha dicho que estabas a la vera del río, como cada noche de domingo. Pues sí, señor Redford, es mi santuario semanal, aquí dejo volar la imaginación y me descargo de los sinsabores semanales, le contestó Ed, con el rostro de impasible amabilidad habitual. Venía a hacerte una propuesta, quiero crear un festival de cine alternativo, ya sabes, algo con lo que contrarestar al starsystem, y pensé que tal vez tú tendrías alguna idea. Yo hace tiempo que vengo pensando en algo así señor Redford. No estaría de más que guionistas y directores marginales tuvieran un lugar para promocionar sus creaciones. Lo ubicaría en un lugar totalmente aburrido, poco glamuroso, tal vez freak, lejano en el tiempo y el espacio, entre montañas y lagos, como por ejemplo Utah, para subrayar las diferencias con L.A. No es una tontería eso que dices Ed, le contestó Robert. En esos momentos la luna o el sol, debido a la latitud y la hora era difícil de diferenciar, se reflejaba sobre el río, como en una especie de danza corpuscular. Yo ya he pensado el nombre y todo, ¿qué le parece Sundance (http://www.sundance.org/festival/) señor Redford?. Suena muy bien Ed. Pásame un pitillo, esto puede ser el principio de una gran amistad.
Horas después le despertó el sonido del río y los ténues rayos del sol . Recogió los cascotes de las botellas, las colillas del suelo y se dirigió a la K-OSO. Chris, que todavía estaba medio dormido después de otra noche en vela, en esta ocasión, observando como se bajaba en el emule "Esplendor en la hierba", que no era un poema del tío Whalt, sino una canción de Sr Chinarro, se sorprendió al ver a Ed tan ilusionado y despierto. Ei Chris, no sé si esta madrugada he hablado con Robert Redford, o lo he soñado. ¿Cómo lo puedo averiguar?. Uff, no sé Ed. Yo hace tiempo que sueño o hablo con un hermano gemelo y tampoco soy capaz de distinguirlo. Habrá que preguntárselo a Joel, aunque esté de viaje, creo que llevaba un móvil para localizarlo. Qué te parece si después de tomarnos un café le llamamos. Seguro que está encantado de hablar con alguien, y a ver si nos da una explicación razonable.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 23:09
Etiquetas: Jordi Roldán.
Antonio Báez Rodriguez.
Nací en 1964 en Antequera (Málaga). Estudié Filología Clásica. Me dedico a la enseñanza. Estoy casado y tengo doshijos. Mantengo un blog , www.cuentosdebarro.blogspot.com. Y en los próximos meses aparecerá mi primera publicación, un conjunto de relatos titulado Mucha suerte.
"Los invisibles" se trata de un solo relato compuesto por diez historias diferentes. Cada historia de las que lo componen tiene su propio título. Quiere ser un catálogo de presencias, amigos o enemigos imaginarios, fantasías y fantasmas, con los que cada día la mayoría de las personas conviven. Ese mundo bizarro y lleno de terrores, que escondemos en los armarios de la intimidad. Pasado por un tamiz existencialista.
Los invisibles
Tormenta
Siempre es igual en esas noches. Al azote de la lluvia contra la fachada del edificio, al azote del viento contra los toldos de la terraza, al azote de los rayos en el cielo y, a los pocos segundos, de los truenos, lo que hago es vestirme y sentarme en la oscuridad. Eso sí, fumo. Como mucho, cruzo las piernas y fumo. Completamente vestido. Aunque sea todavía de madrugada y falten unas horas de sueño para ir a la oficina. Luego habré de desvestirme, me quitaré la chaqueta, la camisa de seda, la falda, las medias, ese corpillo negro que tanto me gusta. Y con las toallitas me desmaquillaré. Los párpados sombreados, los labios rojos, las mejillas. Frente al espejo, insomne y cansado, como después de todas esas noches de tormenta de mi vida, que he pasado en la penumbra. A lo sumo fumando, con las piernas cruzadas, haciendo el núcleo de mi ser esa ausencia, ese no haber sido como me siento. Vestido con tus ropas, Adela.
En un bosque
Aquí hace tanto frío que he de escribir con la trenca puesta. Me he sacado los guantes de lana, porque no acierto a dar en el teclado. Los pies son, ahí abajo, ese inmenso porcentaje de iceberg, que Heminway quería oculto para los cuentos. Sobre la superficie, la nariz roja, el aliento hecho vaho. Y la historia en la pantalla. La parte que, frase tras frase, empiezo a intuir. Poco. Sé que hace frío y que escribo. Que estoy solo en la cocina. Que en las otras habitaciones podría haber otras personas. Seguramente en ellas el ambiente sería cálido. A lo mejor en una hay una buena estufa o alguien se toma una taza de chocolate caliente. No obstante, hice un viaje muy largo para estar solo en esta cabaña. Y ahora hace tanto frío que mi mente se empieza a llenar de temores. No poder terminar el relato que comencé en la ciudad, en aquel instante en el que decidí venirme hasta aquí. Me levanto y voy a verte al dormitorio. Pareces dormida, con el libro caído en el regazo. Como si estuvieses esperando pacientemente a que yo terminase mi historia. Así que regreso a la tarea algo más tranquilo. Soy muy lento, muy meticuloso. He troceado tu historia en pequeñas viñetas. Tu nariz la he puesto en un bote de mermelada. Y sobre ella reconstruyo el momento en el que nos vimos por primera vez. Tu empujabas el carrito de la abuela por el pasillo. Sonreímos y yo me fijé en tu nariz. Y en tus labios. Tus labios en otro tarrito, como dos frutas. Tu corazón a fuego lento en un cazo sobre el hornillo de gas. Será toda mi comida hoy. Te pienso así, pero no hay cuidado, ni yo soy un mal imitador de asesino sicópata, ni tú dejaste nunca que te acariciase el corazón. Me conformo con tenerte dormida bajo una manta, al otro lado de la puerta. Así que cada dos frases me levanto y llego hasta tí: unas veces estás y otras no. Es como el terror que me causa estar aquí, con este frío: va y viene.
Suicida
Hay veces que creo que ha llegado el momento. De sujetar la pistola sobre la sien y apretar el gatillo. O en el pecho. El disparo. Porque tiene que ser. No por otra cosa. Pero me despisto, me inquieto con otra pequeña preocupación que contribuye a desgastarme un poco más. Virtudes también se inquieta, me observa en silencio, con una olla en la mano, o ante el grifo abierto que deja correr el agua. Me observa cuando cree que estoy despistado. Siento su preocupación como si fuese una caricia temblorosa y exasperante por la espalda. Ha encontrado y leído las notas que he dejado en cualquier parte. Y ahora no me puedo perdonar el descuido. Me imagino delante del espejo de nuestro dormitorio. Me imagino en ese instante anterior. Después del tiro ya me cuesta imaginarme. Después sólo me imagino a Virtudes. Sola. Cansada. Delante del grifo que deja correr el agua. Parada en el instante antes de salir corriendo hasta nuestro dormitorio. Ya sin la preocupación. Ya sin ella. Y es que ahora estoy aquí, Virtudes. Aquí, al otro lado. Solo. Y no es peor sitio que ese en el que tú estás. Y es que tenía tantas ganas de irme. Pero no me pegué un tiro. No lo hice. Dejaré actuar al tiempo, me dije. A ver qué pasa. Nada. A veces creo que ya ha llegado el momento. Es cuando me busco en los espejos, pero no estoy. De ponerme una soga al cuello y darle una patada a la silla. O de usar un veneno. Sigo con esa idea. Y la escribo en cualquier parte. Papeles que dejo atrás, pero que ya no te pueden causar inquietud ninguna, que no puedes encontrar dentro de un cajón, como estás ahora, dos metros bajo tierra, querida Virtudes.
Pornostar
Natalia, me dirás que estoy loco. Y que ni siquiera tu nombre es ése. Pero a mí no me importa. Yo te llamo Natalia. Eres Natalia. Mi Natalia. Como aquel personaje que, según mi opinión, bordaste. Y ya que me atrevo a pensar en tí, no vayas a creer que lo hago sin tener un lugar y un tiempo perdidos, a los que llevarte. Hay un rinconcito en mi duermevela, en la parte de allá de mis sueños, pero no aquí, no en esta existencia, Natalia, donde quiero tener tiempo contigo. No se trata de follar. Bueno también de follar. Podemos follar al principio, o al final, o al principio y al final. Ya veremos eso. Desde el mostrador he visto poco mundo, eso sí es verdad, insuficiente en conocimientos geográficos. Quince años viendo pasar hombres y mujeres. Pero eso ya es algo. Una de las cosas que sucede en el 100% de los casos es que en estos asuntos no hay reglas fijas. Sería más fácil quizás si tú fueses la nueva vecina del cuarto, pero no lo eres. Qué le vamos a hacer. De quien yo estoy enamorado es de tí. Naciste en un pueblecito de Oregón. Yo en esta ciudad. Al otro lado del océano. Pero le doy gracias a Dios, porque te he podido conocer a través del cine. Muchos se han enamorado de Marilyn o de Nikole Kidman. Pero no las han visto en las posturas indecentes con las que yo te he conocido. A las otras, después de todo, las madres las pueden ver en sus películas. Pero cómo le enseño yo a la mía cualquiera de tus títulos. No puedo, si no quiero que le dé un ataque al corazón.
-Mamá, te presento a mi novia.
Y, no obstante, es por eso por lo que te quiero tanto, Natalia. Por eso te siento tan cerca de mí. Al haber encendido la mecha de millones de pajilleros en todo el mundo. Te escribo esta carta, que espero que te traduzca alguien, para hacerte saber que al otro lado de tu existencia y de sus posibilidades, estoy yo. Solo. También en el negocio. Regento un sexshop. Así que entiendo tu mundo. No dejo de soñar contigo. Es más fácil de lo que parece. Si tú no quieres venir, me lo dices y lo dejo todo. Tampoco es tanto lo que he de abandonar. Y si nada de eso ocurre, Natalia, mi vida, que sepas que aquí siempre hubo alguien que te quiso. Me pareció que quizás te podría alegrar saberlo. Eso y que sueño que me comes el rabo.
En alta mar
Aquí dentro del camarote tendido en mi litera y con tu foto. Y sin embargo, ahí fuera también, en esa noche inmensa del océano, con los motores del barco comiéndose el silencio. Las redes extendidas. Miles de peces que en tus sueños son hormigas. En los míos pájaros. Aquí, en mi turno de descanso, sin fuerzas para leer la revista. Ojeo las fotos. Y miro la tuya pegada en la litera que tengo encima. Olor a pies, a sábanas sucias. A esperma. Y fuera miro la luna hundida en el agua, las estrellas, mientras una vez más soporto las mentiras del uruguayo. El chino se ríe de mí. Pero eso ocurre en cubierta, ahora estoy aquí, con tu foto mirándome. Ronquidos. Ganas de coger a un hombre y romperle el cuello. Un hombre que se quedó temblando en la tierra firme. Un hombre al que el suelo se le va a escapar de los pies. Para lo que hay que ser paciente. Dibujar dentro de la cabeza todos los detalles. Repasarlos. Y darle tiempo a ese hombre para que haga lo mismo. Cuántas veces no te sueño viva de nuevo y despierto pensando que lo ocurrido fue un mal sueño.
Todas las noches entro en sus pesadillas. Llevo un arpón en la mano. No le hablo. Y él rompe a llorar. Gime. Como debiste gemir tú suplicándole que no te hiciera daño. Como mamá ha imaginado que debió ser tantas veces. Y pensó que quizás estabais solas, mamá y tú solas en el mundo. Así que no contó conmigo. Pero el mar devuelve casi todo lo que se lleva. A papá se lo quedó como tributo. A mí no me quiere. El mar. Tarde o temprano estoy de nuevo en casa. Tuve que volver en avión para encontrarte al otro lado de esa piedra con tu nombre, donde hasta entonces sólo había existido la ausencia de papá. Un nicho vacío, que ahora tú tampoco sabes llenar. Porque la muerte te pilló así, a destiempo. Lo que a él no va a ocurrirle. Ya lo sabe, ya me espera. Se lo digo todas las noches: lo voy a hacer con mi arpón.
Por los aires
Tengo memoria en los dedos. Lo que no tengo son dedos. Me acuerdo de cómo era tu piel, tus pliegues y la humedad de tu interior. Pero volaste con mis dedos. Te desintegraste. Esparcida en muchos trozos. Así que ahora para mí lo real son las pesadillas. Estallas en el universo y uno de mis dedos vuela contigo, acariciando tus labios. Un ojo tuyo va a caer en una rama, donde se clava como si fuese un fruto. Llueves y también mis diez dedos son sucios goterones de sangre y carne rota. Despierto y es eso, memoria. Un arbol de muchas ramas, en el que estás tú ensartada a cachitos. Era tu bomba. Lo decías. Esta es mi bomba. ¡Cuánto tuviste que esperar para que llegase el momento de colocar tu bomba! Estabas radiante, con tu bomba debajo del brazo. Me guiñaste un ojo. Por fin, querías decir. Y allá que traspusimos juntos, felices de poder cumplir con nuestro sueño de terroristas. Sin embargo, algo falló. Mis dedos te estaban tocando la cara y se desintegraron contigo.
Me acuerdo del instante anterior al estallido. Una sonrisa. Salí de allí dando traspiés, sin manos. Me acuerdo tanto de nuestros planes, de nuestros sueños, de nuestros deseos de justicia, que a veces no puedo reprimir las lágrimas. Lágrimas que al rodar cara abajo se hacen dedos. Dedos con los que me toco la cara en el instante en el que el deseo de conseguirlo me hace estallar. De modo que ya no soy otra cosa que memoria. Un árbol de muchas ramas cuyos frutos son sangrientos.
Extrañamiento
Lo que ocurrió fue que después de detener el coche me entretuve buscando unos papeles para la reunión. Y oí la música. Normalmente no me doy cuenta de lo que suena. Conduzco pensando en los asuntos del trabajo. Una parte importante de él consiste en mantener reuniones periódicas con otros agentes. Así que oí aquellos golpes de guitarra y miré afuera, cuando de un vehículo que acababa de aparcar se bajó el único agente que me hace sombra en las ventas. No lo perdí de vista hasta que entró. La barriga me dio una punzada. Decidí quedarme allí, que era el paso obligado para el resto de asistentes a la reunión. Normalmente me gusta llegar con unos minutos de antelación. Luego llegó la nueva jefa de zona. Aparcó y se estuvo repasando los labios en el retrovisor. Cuando se apeó miró hacia mi coche, pero no se dio cuenta de que yo estaba dentro. Revisé en torno a mí el habitáculo y me sentí arropado por la música. Dejé que pasasen por delante todos los asistentes a la reunión. Cuando entré en la sala ya habían empezado. Estuve distraído. Tomé unas pocas notas al tuntún, sin enterarme, porque observándolos ahora me parecía que, de un momento a otro, alguno entraría en crisis. Pero la reunión transcurrió durante toda la tarde como tantas otras. Se diseñó un nuevo plan para lograr más rendimiento. Aporté mi experiencia, pero de modo mecánico, distraído. A la salida fuimos a tomar unas copas. Me acerqué a la nueva jefa de zona antes de que lo hiciese mi rival en ventas. A la segunda copa ya habíamos decidido alejarnos de allí. Cada cual en su coche para vernos en la habitación de un hotel. Llegué el primero al parking y de nuevo me quedé un rato en el coche oyendo la música. A gusto en aquel habitáculo al que nunca le había dado este uso. La observé otra vez. Volvió a retocarse los labios en el espejo. Luego salió y se dirigió al ascensor. Sentí una tristeza grande, pero no pude dominar la erección y me desahogué. Abrí la guantera y saqué las esposas que me regalaron en la oficina el año pasado. A ambos nos esperaban en casa para cenar.
Lo que sucede ahora es que mis ventas han caído en picado. Paso mucho tiempo en el coche oyendo música y observando a la gente. Me gusta hacerlo, porque me da una sensación poderosa. Mayor que el éxito que he conocido hasta ahora: dinero, mujeres y prestigio. Cuando me canso de mirar, abro la guantera, saco las esposas y me voy detrás de alguien, pero a la hora de cenar siempre estoy en casa.
Mordiendo
Sabía que de haberla la escapatoria me llegaría por los dientes. El tipo me había empujado hacia el interior de un callejón. Antes de perder el conocimiento me dedicó una sonrisa y con la misma me recibió cuando volví en mí. Pero ya estaba esposada. Su trato era muy educado, exquisito, pero firme. En otras circunstancias no digo que la situación no hubiese sido muy morbosa. Pero lógicamente estaba asustada. La historia carecía de un pacto previo entre sus actuantes. Acababa de salir de clase e iba pensando en la tarea que el monitor nos había propuesto para la siguiente, cuando de repente me ví arrastrada por la fuerza de aquel toro. Sin duda había hecho aquello en otras ocasiones. No voy a negar que conseguía transimitirme cierta confianza, a pesar del recelo y del miedo naturales que me embargaban. Como aquel cirujano prestigioso a cuya merced me había entregado para que me devolviese a su sitio los pechos, después de haber amamantado a tres criaturas. Le dije que si me soltaba estaba dispuesta a olvidar lo que hasta entonces había ocurrido. Me contestó que cuando acabase sería lo contrario. Jamás iba a olvidarlo. Estaba muy seguro de que me iba a dar placer.
-Además, me dijo, tanto a tí como a mí nos esperan para cenar.
Actuó con magistral eficacia. Dejé de temerlo en el justo instante en el que comprendí que se me ofrecía en sacrificio. Apreté las mandíbulas y a continuación las abrí con esa fiereza de los animales acorralados. Lo agarré de la cara con las fauces. Y tiré. Tiré varias veces sin tener en cuenta la naturaleza de sus alaridos. La sangre nos empapó. Y a continuación me tocó a mí gritar. Luego me desesposó y me mostró el camino al baño. Me duché. Al despedirnos le ví los cortes que le había hecho en las mejillas con los colmillos.
-No es nada, me dijo.
Se hizo una cura de emergencia. Después de todo no había mucho que decir. Sin despedirnos cada uno tomó un camino diferente. Yo me volví. Caminaba como un zombi. Y sentí que el aire de la ciudad se entristecía, espesándose a su alrededor. Miré la hora y apresuré el paso, como si quisiera darle patadas a la niebla. Con ese afán tan mío de luchar contra la melancolía. No me gustaba hacerles esperar para la cena.
En la basura
No soy mala, pero a lo largo de estos años supongo que habré cometido muchas maldades. Me pasó contigo, bichito mío. Contigo me abrí un agujero en la cabeza que no puedo rellenar de nada. No te olvido. Braceabas y parecías una rata grande o un monito sucio. Te dije: no te voy a alimentar, eso no. Y hasta pareciste entenderlo, porque dejaste de berrear. Como si aceptaras tu sino. El de esos hijos de reyes que hay que sacrificar. Cógelo con ese paño grande, le dije. Apriétalo, que no respire más. Y te llevó lejos, al otro extremo de la ciudad. Para que el camión de la basura te triturase. Pero aquellos minutos, que pensé que eran insuficientes para que continuases existiendo, bastaron. Me hicieron este agujero. Luego lo limpiamos todo y nadie supo nunca. Le pregunté a él. Que me contase lo que había hecho. Y me dijo que te llevó bajo el brazo, dentro del chándal, por un camino por el que nadie subía. Y que te dejó dentro de un contenedor. Que ya ibas ahogado. Una rata grande muerta, pensé. Y te empecé a olvidar. Al principio fue fácil. Ninguna noticia en los periódicos. Nada en la tele. Yo seguí con mi trabajo. Con las cosas de los chicos, que me tenían siempre en un sobresalto. El uno cada dos por tres expulsado del instituto, el otro hecho un príncipe, cada vez que iba a verlo por aquel locutorio, que me decía: madre, no te preocupes por mí, que aquí soy el amo. Y es que se hacía respetar. Aunque yo supiese que no iría a ninguna parte. Como su padre. Una bala en el entrecejo. Luego la cosa se torció: empecé a pensar en tí. Pensaba en tí a cada momento. Pero siempre callada. Y a mi lado empezaste a crecer, invisible, pero siempre conmigo. Con ese aire de rata, de mono, de chico. Con esa sonrisa. Un día me lo dijiste con los ojos: no te preocupés, mamá. Me llamaste por primera vez mamá. Y volviste a callarte. Te voy a comprar ropa, te dije. Y te pusiste muy contento. Porque seguías envuelto en aquel paño o trozo de toalla, como si fueses hijo del mismísimo Tarzán. Fuimos a Prenatal y las dependientas creyeron que lo que me llevaba era para mi nieto. No les dije que todo era para tí, porque no podían verte. En casa intenté ponerte el pantaloncito y la camisa, pero no supe cómo hacerlo. Vieja inútil, me dije a mí misma. Pero no. Imposible. Hace ya mucho que no lo intento. Tampoco tú le has dado mayor importancia. No eres como esos chiquillos que van por las tardes al parque. Tú eres muy diferente y eso se nota cuando te miro y sobre todo cuando tú me miras a mí.
La poesía
Es esta cosa que tenemos los poetas que estemos donde sea, quizás lo que nos ronda por la cabeza son unos versos incompletos, aunque nos hayamos alejado de ellos años y kilómetros. En mi caso, una eternidad y un abismo puestos ahí, como muro de Berlín, por un frasco de pastillas en un mal momento. Mi recuerdo es en un cuarto de estudiante, de madrugada, estoy solo y lleno de fervor, con un entusiasmo por mí mismo que intento disimular, a través de una sacrificada entrega a las musas, invisibles en mi compañía. Mis compañeros de piso han salido de marcha. Doblo el papel hasta dejarlo como un pitillo plano y lo meto en una grieta de la pared. Es una nota con unos versos para nadie. Mi nadie eterna. Mi nadie de siempre. A la que le he ido dejando poemas a medio terminar en los lugares más insólitos. Y ahí queda, para la nadie de mi aventura. Al cabo empiezan a salir versos de todas partes. Están intactos. Pero un buen día me cunde una necesidad extraña, deseo regresar, pasar por encima de ese muro de Berlín. O por debajo. A través de un túnel que con los dientes podría ir abriendo desde este cementerio. De modo que me planto en aquella habitación de la grieta. Ipso facto. Ni mucho ni poco tiempo después de haber vivido en ella. Cuando el piso ya no es de estudiantes. Así que por un lado lo encuentro irreconocible a causa de las reformas. Por otro, enseguida me doy cuenta de cuál es el espacio que otrora había ocupado mi cuarto. Y reconozco la pared de la grieta, que palpita a mis extrasentidos, cubierta por un discreto empapelado. En el cielo truena una tempestad. Qué mejor momento, me digo. Para el terror clásico. En mitad de la sala un hombre fuma en silencio con las piernas cruzadas: unas medias elegantes y un hermoso par de zapatos de tacón de color rojo. Como sus labios. Relámpago, lluvia y humo de cigarrillo, y trueno. Allí mismo emergí yo. Como si hubiese escarbado bajo tierra, através de los sótanos de los edificios. Con los dientes. En mitad de la sala también. Detrás del hombre. A su cogote. Con la palidez y el frío que te da pasar un tiempo a la sombra. Del camposanto. Cuando le pareció el tipo se levantó y se fue a otra habitación. En ese momento aprovecho para acercarme a la pared de marras. Como una alimaña viva la nota con los versos no deja de chillarme para que la rescate. De la nada, del vacío, de ese lugar al que se han ido mis ojos, traigo una sencilla fórmula para acabar el poema. Arranco el empapelado con los dientes. Es lo único con lo que puedo hacer algo de fuerza. Los dedos están tan agusanados que se desharían en el intento. Pero lo realmente difícil es hacer que la puñetera pluma escriba. Desde la boca.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 20:45
Etiquetas: Antonio Báez Rodriguez.
José García Avilés.
Fugitivo
Ahí le tienen: bajito, narigudo, algo echado para delante por el peso de una espalda más desarrollada de lo que debiera, pasicorto, con una mirada algo desconfiada, recelosa de un mundo demasiado inhóspito. Es hombre de bien, parco en palabras, casi siempre dichas en voz baja con un acento suave, pródigo en diminutivos.
Vive para su hija de tres años. La adora. La trata con esa ternura entregada y solícita de los padres tardíos.
De madrugada, la criatura se despertó con fiebre alta y convulsiones. No dejaba de llorar. La lleva a urgencias y la examinan despacio. Le piden que abandone la sala. La niñita alza los ojos y el padre ve en ellos una expresión que ahora le desconcierta, pero que mañana encontrará repetida en los rostros de quienes le juzguen. Comprende, demasiado tarde, que la inocencia es un detalle secundario, incluso en este mismo instante, cuando su hijita ha muerto y sus acusadores le van a entregar a las autoridades.
Por eso ahora huye de prisa, sin rumbo cierto, ahí le tienen. Un fugitivo desaliñado, cuyo rostro lleva escrito a fuego una sola palabra: culpable.
Escribir
Cada quince días viene una pareja de mormones a ofrecerme su mercancía. Llegan de la capital, en el tren de las doce quince. Ayer, el más viejo me comentó que se había enterado de que escribía relatos. “¿En qué se inspira para escribir?”. La verdad es que no me inspiro en nada, le contesto. Sólo comienzo a escribir y ya está. “¿Cómo es eso?”. Como le digo: esta misma noche me pongo a escribir y escribo. “No entiendo... O sea que usted llega y escribe… Y entonces… ¿qué escribe?”. Por ejemplo, supongamos, que usted viene y me dice que se enteró de que yo escribo, entonces yo llego, me siento, y escribo que cada quince días vienen un par de mormones a ofrecerme su mercancía y que el más viejo se enteró de que yo escribo. “Pero entonces -me dice-, escribir es fácil”. Por supuesto, le digo. Cualquier persona puede hacerlo. Haga la prueba y cambie los términos. Supongamos que usted quiere escribir. Entonces puede comenzar diciendo que cada quince días viene a Benisa a vender su mercancía y aquí se encuentra con un tipo que escribe. “¿Entonces todos los que escriben hacen lo mismo?” Le digo que realmente no sé, pero que a mí me funciona. Mientras sale de casa me dice que él pensaba que escribir era una cosa terriblemente complicada, sólo al alcance de unos cuantos escogidos por las musas. Añade que cuando llegue a la capital empezará a escribir. Se despiden con un: "Que Dios le bendiga". Les digo: "A ustedes también".
Feliz Navidad
Cuando recibí su felicitación supe que algo andaba mal, terriblemente mal. Para empezar, no me llamaba por mi nombre, ni usaba ninguna de sus ocurrencias (“viejo lobo de mar de pacotilla”, “compadre”) o el mote de “melenudo” con el que me incordiaba para aludir a mi creciente alopecia. Sólo utilizó un “querido amigo” que podría estar destinado a cualquiera. Luego me chocó esa frase bobalicona del comienzo, tan impropia de él: “En estas fechas tan señaladas”. He de confesar que pensé que era otra de sus bromas y que en algún momento daría un quiebro de los suyos, para meterse conmigo, con mi tripa de cuarentón cervecero, y mi supuesta fama de mujeriego. Pero la cosa iba empeorando: “Ha llegado la Navidad y deseo que pases unas fiestas entrañables y que el año venidero sea próspero y feliz para ti y los tuyos”. Reparé en aquellas palabras nauseabundas, (entrañable, venidero, próspero) que él nunca utilizaría. Ese lenguaje de doble fondo a todas luces escondía algo. Jaime había escrito un texto vulgar para contarme más de lo que me decía, pero yo no conseguía adivinarlo. Tras su escueto mensaje, una despedida desconcertante, garabateada casi en el borde inferior de la tarjeta:
Tuyo afecmo. en el recuerdo
Jaime Sánchez
Pasé un largo rato elucubrando qué pretendía con esta desconcertante misiva, a qué extraño resorte psicológico invocaba, pero por más vueltas que le di no logré descifrar la patraña. Resolví llamar a Jaime de inmediato. Al marcar su número escuché una voz metálica que me informaba: “el número solicitado no existe”. Volví a marcarlo y obtuve la misma respuesta. Entonces llamé a Sonia y ella me dio la noticia fatídica, que tanto me temía.
Llámalo amor
El joven de buena familia, alegre y generoso, con dos carreras y una posición envidiable en un bufete de la capital, se ha enamorado por amor. Ella trabaja a tiempo parcial en un supermercado. Sus padres, lógicamente, se oponen a lo que ellos consideran una tragedia familiar. “Ella no es para ti, no es tu tipo de mujer ni lo que tú te mereces”, le susurra el padre a solas en la biblioteca, mientras se fuma un puro. Convencido de que la muchacha le quiere y satisfecho por ello, el joven decide realizar un gran acto de redención: se casará con ella porque es el amor de su vida. Los miembros de la familia protestan, algunos con vehemencia, pero después de comprobar su terquedad, tendrán que rendirse. Alguien le preguntó su parecer a la muchacha:
-¿Le quieres mucho?
-Bueno, quererle, precisamente, no. Pero pobrecillo, es un chico tan bueno, tan agradable; me adora y, además, dejarle plantado ahora sería una mala acción, ¿no cree?
Marea de fondo
Cuando no veo las cosas claras o algo me aflige más de lo normal, suelo irme a correr. El desgaste físico que siento entonces consigue evadirme de todos los problemas. Me puse a correr por la orilla, salpicando a los niños que hacían castillos de arena y a las señoras que caminaban lentamente por la arena. Mientras, le daba vueltas a lo que había sido mi relación con Marta. En las últimas semanas, las peleas eran tan frecuentes que estuve dispuesto a dejarla, de una vez por todas. Luego, una vez aplacada la furia inicial, me di cuenta que la quería de verdad, a pesar de nuestras discusiones habituales. Es la forma que tenemos de manifestarnos el cariño, llegué a pensar.
Es que es tonto, rematadamente tonto. Su manera de solucionar cualquier problema es salir corriendo. No sabe razonar y por eso siempre se calla o sale corriendo. Nunca dice a la cara lo que piensa. Eso hizo también aquella tarde: se esfumó. Me dejó, sola, escuchando música, tumbada al sol.
El mar estaba encrespado, con esas olas furibundas que salpican la orilla y anuncian el temporal. En el horizonte se distinguían nubarrones que no presagiaban nada bueno. La marea comenzaba a subir. Llegué hasta el final de la playa, donde la zona de rocas termina en un acantilado. En ese lado se veían cuerpos jóvenes, desnudos, unos más lozanos que otros. Muchas chicas tomaban el sol en top less.
Noté que la toalla se mojaba. La marea estaba subiendo y las olas prácticamente inundaban el lugar donde estábamos. Recogí mis cosas y subí hasta uno de los chiringuitos del paseo marítimo. No sé por qué, no quise recoger sus cosas. Estaba demasiado furiosa.
Empecé a correr de vuelta, más rápido que a la ida. La gente apartaba las bolsas y toallas para evitar que se mojaran. Algunas sombrillas habían sido quebradas por la fuerza del viento. Cuando llegué, no había ni rastro de ella. Mi toalla y mi bolsa estaban totalmente empapadas. En ese momento decidí cortar por lo sano. Fui a quitarme la arena en la ducha y a tomarme un aperitivo a base de güisqui y gambas a la plancha. Nuestra historia se quedó para siempre allí, en la orilla, a merced de la marea.
Un chico joven con el cuerpo totalmente bronceado me pidió tabaco. Estuvimos hablando durante un buen rato, algo más de una hora. Finalmente nos despedimos y bajé a la playa con la esperanza de verle y hablar. No le encontré. No había ni rastro de sus cosas. Busqué en todas direcciones y no le encontré nunca más.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 6:39
Etiquetas: José García Avilés
Juan Bautista Rodriguez
Es autor de varios relatos, del poemario “Donde mi dolor toma asiento”, y de la novela “Umbrío, entre los muertos” (Trafford, 2007). Ha publicado alguno de sus poemas y cuentos en revistas y antologías literarias. Recientemente ha concluido su segunda novela, titulada “El berbiquí”, así como una colección de sus cuentos, titulada “Cuentos de indagación y neurosis”. Y también desde hace poco mantiene su página web:
www.juanbautistarodriguez.com, así como el blog titulado “La rueda del extravío” , un proyecto de novela coral abierta a los comentarios de los lectores en la siguiente dirección: http://juanbautistarodriguez.blogspot.com/
El consejero delegado
I.
Hace tiempo que el consejero delegado vive bajo el yugo terrible de la geometría. Los papeles de su mesa forman rimeros no por asuntos, sino por trazas, volúmenes, pesos. Es de público conocimiento que compone su agenda en base a diseños modulares y que, cuando viaja, se siente esclavo de la estructura. Bajo las superficies vislumbra de continuo poliedros y esferas. Odia los enclaves desaliñados y las áreas de crecimiento anárquico. De ellas huye como de las reuniones sin protocolo. Si en las pausas de sus negocios ha de comer en bandeja, distribuye los platos recreando Dios sabe qué proporciones áureas. Tan sólo en sus embajadas a Extremo Oriente se halla reconfortado. Allí disfruta sin igual de los salones de té, de las estancias ortogonales, de las fuentes de sushi siempre tan bien armonizadas.
Su secretaria personal no acierta a decir qué le pasa. Confiesa que no rige, que no atiende a razones de calado. A menudo lo ha descubierto brincando en los ajedrezados de la planta noble. Intuye que emula el movimiento de un caballo sobre un damero. Por su parte, los vocales del Consejo de Administración buscan removerlo de su silla. Lo acusan de fracasar en las políticas de expansión de la empresa, de dirigirlas conforme a ocultos cánones espaciales, ignorando las exigencias del mercado. Alimañas ávidas de poder, sólo las envidias que se profesan han frustrado hasta ahora sus tentativas de asalto.
II.
Hoy, horas antes de la reunión trimestral del Consejo, el consejero delegado ha tenido una suerte de profética visión. Ha tomado a su chófer y, sin previo aviso, le ha hecho completar por dos veces el recorrido del anillo de circunvalación de la ciudad. Cuando iban a culminar la segunda vuelta, le ha ordenado abandonar el trazado por la vía de servicio. Ha exhalado un hondo suspiro y ha sufrido lo más parecido a un arrobamiento, un éxtasis de esencia liberatoria.
III.
Guarda en su chaqueta un arma de fuego. A las 12:00 horas da comienzo puntual a la reunión del Consejo. Sobre la mesa circular de la sala de juntas, los vocales le saludan e intervienen sucesivamente en representación de sus paquetes accionariales. Presidiendo la mesa, él asiste con desprecio a la misma parafernalia de siempre. Todas las cabezas erguidas, todas las miradas centradas en su persona, como si a él apuntaran las infinitas cuerdas de una circunferencia. Le asquean ya esas representaciones, los merodeos de los nuevos lobos postulándose para la jefatura de la manada.
Pero la suerte está echada. Ha decidido acabar con esa etapa de pleitesía, de sumisión al orden geométrico. En un momento dado, se pone de pie y saca la pistola de la chaqueta. La toma con ambas manos y encañona a cada uno de los presentes. Un silencio espeluznante se hace dueño de la estancia. Los vocales tiemblan de miedo, se orinan, se retuercen en sus asientos. El consejero delegado suelta una gran carcajada, se lleva la pistola a las sienes y se vuela la cabeza. La circunferencia revienta por ese punto.
El horror y el caos cunden en la sala de juntas. El equilibrio de fuerzas se ha roto imprevisiblemente, ha saltado por los aires. Instantes de pánico generalizado y los vocales se enzarzan en una lucha cuerpo a cuerpo. La mesa del Consejo se convierte en arena de circo, los capitalistas en fieros gladiadores que se golpean, se agreden, se arañan y se sacan los ojos los unos a los otros. Sobre el ruedo, la sangre aún cálida del consejero delegado se enfanga de móviles y maletines.
El contador de piedras
Un día de sol bajo, el funcionario estatal, físico muy renombrado y taciturno, raro amante de la samba y, por lo general, poco o nada comunicativo, dejó su trabajo en el Ministerio. Sin aviso previo a sus superiores, que lo aguardaron en vano durante días, habrá tenido un contratiempo, una contrariedad inconfesable, se decían, abandonó el Palacio de Capanema. Lo hizo por el pórtico principal de pilotes, como un ciudadano de tantos. Nadie reparó en su huida. Tampoco su amable casera, interrogada a posteriori por familiares lejanos, dio razón de su paradero. Con un hato de libros y pocas ropas, se lanzó a la calle y ya no se lo vio. De ciertos conocidos se despidió diciendo que se trasladaba a vivir en las aceras.
El funcionario de educación marcó ese día en su calendario como el de su definitivo fallecimiento. A partir de entonces el funcionario moría como tal, con su número de plaza, su nómina y sus trienios colgados al cuello en corona floral, y así daba paso a una nueva figura: el contador de piedras. Una misión le aguardaba de inmediato, tan vasta como irrenunciable: elaborar un registro de todas las piedras. Todas cuantas habían sido colocadas por manos encallecidas, unas junto a otras en una labor de locos, en las aceras de Rio de Janeiro.
Siempre había tenido ese sueño, la extraña intuición de que aquellos pequeños pedruscos guardaban un significado. Cada pieza era en realidad un meteorito, una porción valiosa de polvo cósmico. En su blanco y negro craquelado se contenía toda la esencia del Universo, sólo había que confirmarlo. Con esta premisa metida en la cabeza, cada día se apoderaba de un trecho de calle y lo reconocía. Comenzó por los barrios del norte, donde nadie paseaba. Contaba las piedras, una por una, luego extendía un acta. Anotaba todas las peculiaridades, extraía muestras, las marcaba y las guardaba en un saco. Por las noches dormía en una caja bajo puentes de cemento.
Pronto, el contador de piedras mudó de aspecto. Se dejó vencer por las penurias y se precipitó en la indigencia. Conforme su tarea se iba haciendo cada vez más sacrificada, más grandes los sacos de sus muestras, su cuerpo, progresivamente, se fue marchitando. Enflaqueció, le creció la barba, los cuencos de la cara, su espalda se combó peligrosamente y su hermosa tez de mestizo se tornó amarillenta. Le dio por comer en estercoleros donde sus ropas tomaron el nauseabundo hedor de los gusanos. De este modo, la policía dejó de buscarlo. Nadie lo hubiese distinguido en el tropel de los sin techo. Pero su renuncia tenía sentido. Poco a poco, iba trazando un mapa estelar, un mapa donde cabían ondas, soles, planetas, satélites, anillos, sin olvidar los clásicos cuerpos ajedrezados. Un mapa que se salpicaba a diario con el chocolate de los tenderos, con el frenesí de los sambistas, con el sudor ácido de los ejecutivos, con la roja orina de los desahuciados.
Una vez al año, su suerte cambiaba. Con las pocas fuerzas que le iban quedando, se acercaba a Ipanema muy de madrugada. Allí se bañaba en las aguas purificadoras del Atlántico, una suerte de bautismo renovado. Luego se cambiaba de ropa, se recortaba con unas tijeras la barba, y en posesión de todas las monedas que hubiera arañado en los mugrientos bordillos, se compraba un billete para el Corcovado. Cuando estaba en la cima, con el Cristo hipnotizándole a sus espaldas, el contador de piedras miraba su obra con ojos casi divinos. Desde allí, las aceras desaparecían y las piedras se congregaban en átomos. Su Universo dentro de otro, su mapa engullido en una superior constelación. Veía el líquido elemento envolviendo los morros y pensaba en una materia interestelar que contuviera a todos los Universos, al suyo de allí, y a su paralelo del otro lado del océano. Las mismas piedras, las mismas estatuas braciabiertas... Se sentía entonces embargado, presa de una emoción irreprimible.
No obstante, con el tiempo, su condición se fue haciendo cada vez más precaria. Le dolían las piernas y los huesos corvos de la espalda. Su obra, la daba ya por inacabable. Guardaba decenas de sacos en las bocas abandonadas de alcantarillas. Una tarde, cruzando el parterre de Flamengo con uno bien grande a cuestas, no quiso cerciorarse. La carga le flagelaba el costado y se fió imprudente de las señales. El ómnibus venía volado. El conductor no lo distinguió en la calima. Como en un eclipse, la luz reventó y las piedras astillaron las pupilas de los autos.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 13:49
Etiquetas: Juan Bautista Rodriguez
Ana Mujica.
El ojo
Sí, soy gordo. Pero no soy estúpido. Sé distinguir lo que está bien de lo que está mal. Sé que está mal fantasear con explosiones en el edificio, gruñirle al perro del quiosquero cuando él no me ve y subir en el ascensor sin esperar a los vecinos que están a punto de entrar. Está mal, pero no es grave. Sólo son pequeños actos cotidianos que me ayudan a seguir aquí, en esta casa de locos. Sin embargo, robar un ojo de cristal... Robar un ojo de cristal está mal y, además, es grave. Y eso es, ni más ni menos, lo que hice yo esta tarde. Le robé a un viejo borracho su ojo de cristal. Peor aún: todavía no he sido capaz de devolvérselo.
Ahora está aquí, delante de mí. Sobre la mesa del salón. Lavadito y seco, bien colocado sobre un pequeño cojín. Y me mira, el ojo. Me mira y a mí a ratos me da por llorar y a ratos por reír. Pienso en aquel pobre hombre tirado en el zaguán, más ebrio que nunca, con el bastón a cinco metros de su cuerpo y sin fuerzas para levantarse e intentar cogerlo. Entonces me da por llorar. Me acuerdo del momento en que abrí la puerta, sin saber lo que iba a encontrar al otro lado, y lo vi allí tirado, sollozando. De la frase que repetía sin cesar y que yo no entendía: «mi ojo, mi ojo, mi ojo». Y me da por llorar. Me acuerdo de cuando me incliné sobre él, asustado, escudriñando su ojo bueno en busca de una herida, una piedrita o una pelusa que se hubiera incrustado en él. Y de la cara del viejo cuando me vio allí, intentando ayudarlo. De la única frase distinta que pronunció en todo ese tiempo: «tú, gordo estúpido, ¿qué coño estás mirando? Lo que tienes que buscar es mi ojo de cristal, que se me cayó y no sé dónde está». Entonces miro al ojo y el ojo me mira y a mí me da por reír.
Hace dos años, cuando llegué al edificio, parecía que la cosa iba a ir bien. Una media de edad en la vecindad de más de setenta años es casi siempre garantía de que no va a haber problemas. O eso creía yo. Esperaba dulces ancianitas a las que pudiera ayudar a llevar la compra o a cambiar los bombillos cuando se fundieran. Esperaba abuelos con mil batallitas que contar a todo el que quisiera hacer de nieto por un rato. Esperaba, claro, nietas veinteañeras de buen ver que vinieran de visita los fines de semana. Pero no encontré dulces ancianitas ni abuelos cariñosos ni nietas esplendorosas. No. Lo que encontré fue un ejército de viejos resentidos y desvergonzados dispuestos a amargarme la existencia.
Al principio sólo eran miradas. Miraban mi barriga, mis michelines, mis manos y mi culo. Hasta miraban lo que llevaba en las bolsas de la compra. Todo eso lo podía hacer en un gesto fugaz de vecinos que se cruzan en la puerta o en la lenta agonía de un ascensor del Renacimiento que tiene que subir hasta un sexto piso. Los hombres, al principio, disimulaban un poco más, quizá porque casi todos son algo más jóvenes. Las mujeres, no. Ellas fueron descaradas desde el día que me mudé. Algunas se limitaban a dejar escapar una sonrisa cuando atisbaban una tarrina de helado o una tableta de chocolate entre mis paquetes. Otras, soltaban una especie de maullido entrecortado mientras miraban mis muslos por el rabillo del ojo. Pero las peores, sin duda, eran las que ponían en duda que pudiéramos subir dos personas en el ascensor. Con ésas incluso llegué a discutir alguna que otra vez. Les decía: «pero señora, por Dios, ¿no ve que el límite son 300 kilos y que yo sólo peso 140? No hay ningún problema porque subamos los dos juntos.» Daba igual. Ellas preferían esperar en el zaguán antes que subir conmigo.
Después llegó la segunda fase. La fase ofensiva. Los vecinos empezaron a hablar de mí a mis espaldas. En cuanto se encontraban dos o tres en el portal, empezaba la fiesta, mientras yo escuchaba en silencio cómo subían sus voces por el hueco de la escalera. Algunos tomaban una postura acusadora. «No puede ser bueno para su salud estar tan gordo. Debería plantearse hacer algún régimen, o algo así.» Otros se inclinaban más hacia el lado conmiserativo. «Estoy segura de que tiene que ser algún tipo de enfermedad. Seguro que el pobre no podría adelgazar aunque quisiera.» Pero todos, unos y otros, me miraban como a un extraterrestre cuando se cruzaban conmigo. La vieja cursi me hacía la misma pregunta cada vez que nos veíamos: «y qué, ¿trabajas por aquí cerca?», mientras me sonreía y asentía a mi respuesta sin parar de mirarme el ombligo. El quiosquero le susurraba al perro al pasar a mi lado: «Rufo, por eso yo te controlo la comida, para que no llegues nunca a ponerte tan gordo como este chico.» Y el viejo borracho, dependiendo de su estado etílico, rezongaba letanías incomprensibles o soltaba una carcajada antes de cerrar tras él la puerta del ascensor y dejarme fuera.
Y hoy, tres días después de que una de las ancianas me ofreciera darme la receta del repollo hervido, fue cuando lo encontré tirado en el zaguán como un despojo. Cuando lo vi así, pensé enseguida en ayudarlo. Pero entonces me dijo aquello y todo cambió en un momento. No me molestó que me llamara gordo. A fin de cuentas, soy gordo. Es algo evidente. Pero no soy estúpido. Y eso fue lo que dijo, gordo estúpido. Así que cogí el ojo sin pensarlo mucho y subí en el ascensor.
Supongo que lo normal sería tener remordimientos. Yo lo intento, pero no los tengo, aunque sí estoy deseando devolverlo. Antes, sin embargo, cuando llamaron a la puerta, no quise abrir. Sabía que era alguno de los vecinos. El siguiente que entrara o saliera del edificio y se encontrara al viejo en la misma posición en que yo lo dejé. Quizá si hubieran vuelto a tocar el timbre, me habría decidido a levantarme y llevárselo a quien fuera. Pero no insistieron y yo me quedé aquí, en el sofá, mirando al ojo que me mira. Ya que voy a devolverlo, quiero hacerlo a mi manera.
He colocado al lado del ojo la caja de bombones que me regalaron en la oficina por mi cumpleaños. Fue hace dos semanas y todavía quedan dos bombones. Podría estar orgulloso de que hayan durado tanto, pero la realidad es que no siento nada especial. Y creo que ahora voy a coger un último bombón. No merecen que los desperdicie así. En el hueco que deje, al lado del otro, voy a colocar el ojo. Después dejaré la caja delante de la puerta del viejo, tocaré el timbre y me marcharé. A lo mejor así entienden que ser goloso, a veces, tiene premio.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 14:14
Etiquetas: Ana Mujica
Pablo Giordano.
LA MUERTA
Frente a la funeraria, miro el cartel con el nombre de la muerta: Azul Dietrich. Entro. Chequeo el lugar sin atreverme a asomarme al féretro. Me quedo parado en un rincón, junto a una gente hablando de la lluvia que no llega al campo. Un tipo se acerca y me pregunta si fui amigo de Azul. Le digo que no. Es el padre, me informa. Azul fue una chica de pocos amigos, dice, por su problema. Alguien lo llama.
Ahora, en la otra sala, quiero ser llevado por un vertiginoso impulso hacía el rostro del cadáver. De esta forma el impacto será más fuerte, pero fugaz. El miedo me detiene antes de lanzarme como kamikaze. Es el primer muerto que veré en mi vida. Me acerco con las manos en la espalda. Es ella. Larga, unos dos metros veinte. Más que una muerta, parece una comida rancia servida para un Goliat que está a punto de llegar. Somos un montón de animales con la ofrenda alzada, esperando al monstruo.
La miro: tiene los pómulos reventados. Un tipo que gira un cigarrillo apagado entre los dedos me apoya la mano en el hombro. Cree consolarme. La puerta entreabierta enmarca al padre de Azul lloriqueando más allá, en el regazo de una mujer. Alguien se acerca a ellos y los besa. Los ventiladores despiertan y echan olor a muerto. Ya está, ya la vi.
Salgo a la vereda y me siento en la entrada. Un vaho caliente surge de los zanjones del Centro Cívico y se mezcla con el olor a baño limpio de la mañana.
Hablaré de la muerta. La conocí una noche fría en que bailaba Norma Viola, le adjudiqué dieciséis o quizá dieciocho años. Atrás, lejos del escenario, delante de su padre, agarradita de la mano de su mamá, me miraba golosa. Fue un hallazgo. Sus piernas, su cadera y cintura, y por último las dos lomas que coronaban su pecho envuelto por ese inmenso abrigo de corderoy verde: dos módulos lunares flotando. Movió los labios mientras me miraba. Al rato me fui. Caminé entre el público tratando de encontrar a algún conocido. Cuando volví a mi lugar, Azul y sus padres ya no estaban. Miré un rato el show. El Intendente le entregaba una plaqueta de ciudadana ilustre a Norma Viola. Se rumoreaba que era su última actuación, que estaba enferma. Empecé a mirar a la gente aplaudir. Descubrí a Azul muy atrás, abajo del cartel de VeriHogar, sentándose en uno de esos bancos de cemento. Me tomé unos minutos para acercarme. Ella me hizo un lugar en el banco. Me llamo Azul, dijo. La boca se le derretía. Una gorda se sentó atrás y me quedé sin mi porción de banco. Ya no la veía. Esta chica padece alguna enfermedad mental leve, pensé: los ojos, la nariz y la boca en el centro de la cara regordeta no se ven saludables. Sin embargo, en mucho tiempo no había visto una cara así de bonita y provocadora.
Todos rezan el Rosario, me miran de reojo. Parecen conocerse a la perfección. Me siento un intruso. Aunque, si lo pienso bien, deben creer confirmar con mi presencia un noviazgo oculto de Azul. Me gustaría decirles que sí, pero no aguanto la decadencia de los velorios.
Del otro lado de la puerta descubro al padre señalando con la mirada hacia donde estoy. La mujer que antes lo consolaba cogotea buscándome.
Me siento cerca del féretro, donde no pueden verme, junto a unos chicos embarrados. Hablan de zapatillas. Alguien trae chocolates y convida. Yo no quiero, me levanto y salgo. Enciendo un cigarrillo. La verdad es que acabo de angustiarme.
Aquella noche que la conocí, de camino a casa cuando el espectáculo había terminado, los vi pasar en la renoleta. Azul no me sacó los ojos de encima, con la nariz pegada a la ventanilla como en las películas.
Los meses que siguieron fueron de una soledad olvidable. Nadie sabía de ella en el pueblo ni en los pueblos vecinos. La mina no salía porque en realidad era una nenita. No tenía catorce o quince, sino diez o nueve. Una enfermedad degenerativa, gigantismo o algo así, la mostraba púber. Descarté la idea por fantasiosa. No me gusta escribir sobre mis obsesiones porque no son verosímiles, pero juro que estuve mucho tiempo pensando en ella. La amaba.
Encontré a Azul después de muchos años. Fue en la parada del colectivo. Yo pasaba con las bolsitas de las compras. Ella me llamó. Vestía con ropa deportiva tratando de no acentuar una flacura al borde del raquitismo. Medía un metro noventa o algo así. Cuando la vi me sentí invadido por ese olor de cuando la amaba y buscaba. Mis sueños se destrozaban en ese cuerpo deforme, pálido, lleno de manchas.
Le pregunté si me llamaba a mí y dijo que sí, y si la reconocía. Le dije que no, fue terrible. Me quedé parado, actuando mal, entornando las cejas, dejando las bolsas en el suelo, mostrándole interés por seguir la conversación. Pero le repetí que no, que no sabía quién era, que no me acordaba. Hablamos dos o tres boludeces, y tuve que hacerme a un lado para que el colectivo estacionase. Ella subió con dificultad. Te tenés que acordar, dijo desde la ventanilla. Le sonreí abriendo las manos. Fue la última vez que la vi.
Ahora cierran la tapa, y los llantos se mezclan con el sonido del destornillador eléctrico. Salgo a la vereda. Hay gente esperando la salida del cortejo. Varios viejos fumando, hablando de la eliminación en el Mundial. Tiro el pucho. Sacan el cajón y lo meten en la parte trasera del coche. Los parientes acompañan el cortejo unos pocos metros y se vuelven. Ya está. Se encienden los faroles del bulevar.
Cuando el último auto desaparece, camino al bar más cercano. Acá no pasó nada, me digo.
Publicado por Miguel Ángel Muñoz en 7:45
Etiquetas: Pablo Giordano