Antonio Báez Rodriguez.






Nací en 1964 en Antequera (Málaga). Estudié Filología Clásica. Me dedico a la enseñanza. Estoy casado y tengo doshijos. Mantengo un blog , www.cuentosdebarro.blogspot.com. Y en los próximos meses aparecerá mi primera publicación, un conjunto de relatos titulado Mucha suerte.
"Los invisibles"
se trata de un solo relato compuesto por diez historias diferentes. Cada historia de las que lo componen tiene su propio título. Quiere ser un catálogo de presencias, amigos o enemigos imaginarios, fantasías y fantasmas, con los que cada día la mayoría de las personas conviven. Ese mundo bizarro y lleno de terrores, que escondemos en los armarios de la intimidad. Pasado por un tamiz existencialista.


Los invisibles

Tormenta

Siempre es igual en esas noches. Al azote de la lluvia contra la fachada del edificio, al azote del viento contra los toldos de la terraza, al azote de los rayos en el cielo y, a los pocos segundos, de los truenos, lo que hago es vestirme y sentarme en la oscuridad. Eso sí, fumo. Como mucho, cruzo las piernas y fumo. Completamente vestido. Aunque sea todavía de madrugada y falten unas horas de sueño para ir a la oficina. Luego habré de desvestirme, me quitaré la chaqueta, la camisa de seda, la falda, las medias, ese corpillo negro que tanto me gusta. Y con las toallitas me desmaquillaré. Los párpados sombreados, los labios rojos, las mejillas. Frente al espejo, insomne y cansado, como después de todas esas noches de tormenta de mi vida, que he pasado en la penumbra. A lo sumo fumando, con las piernas cruzadas, haciendo el núcleo de mi ser esa ausencia, ese no haber sido como me siento. Vestido con tus ropas, Adela.

En un bosque

Aquí hace tanto frío que he de escribir con la trenca puesta. Me he sacado los guantes de lana, porque no acierto a dar en el teclado. Los pies son, ahí abajo, ese inmenso porcentaje de iceberg, que Heminway quería oculto para los cuentos. Sobre la superficie, la nariz roja, el aliento hecho vaho. Y la historia en la pantalla. La parte que, frase tras frase, empiezo a intuir. Poco. Sé que hace frío y que escribo. Que estoy solo en la cocina. Que en las otras habitaciones podría haber otras personas. Seguramente en ellas el ambiente sería cálido. A lo mejor en una hay una buena estufa o alguien se toma una taza de chocolate caliente. No obstante, hice un viaje muy largo para estar solo en esta cabaña. Y ahora hace tanto frío que mi mente se empieza a llenar de temores. No poder terminar el relato que comencé en la ciudad, en aquel instante en el que decidí venirme hasta aquí. Me levanto y voy a verte al dormitorio. Pareces dormida, con el libro caído en el regazo. Como si estuvieses esperando pacientemente a que yo terminase mi historia. Así que regreso a la tarea algo más tranquilo. Soy muy lento, muy meticuloso. He troceado tu historia en pequeñas viñetas. Tu nariz la he puesto en un bote de mermelada. Y sobre ella reconstruyo el momento en el que nos vimos por primera vez. Tu empujabas el carrito de la abuela por el pasillo. Sonreímos y yo me fijé en tu nariz. Y en tus labios. Tus labios en otro tarrito, como dos frutas. Tu corazón a fuego lento en un cazo sobre el hornillo de gas. Será toda mi comida hoy. Te pienso así, pero no hay cuidado, ni yo soy un mal imitador de asesino sicópata, ni tú dejaste nunca que te acariciase el corazón. Me conformo con tenerte dormida bajo una manta, al otro lado de la puerta. Así que cada dos frases me levanto y llego hasta tí: unas veces estás y otras no. Es como el terror que me causa estar aquí, con este frío: va y viene.

Suicida

Hay veces que creo que ha llegado el momento. De sujetar la pistola sobre la sien y apretar el gatillo. O en el pecho. El disparo. Porque tiene que ser. No por otra cosa. Pero me despisto, me inquieto con otra pequeña preocupación que contribuye a desgastarme un poco más. Virtudes también se inquieta, me observa en silencio, con una olla en la mano, o ante el grifo abierto que deja correr el agua. Me observa cuando cree que estoy despistado. Siento su preocupación como si fuese una caricia temblorosa y exasperante por la espalda. Ha encontrado y leído las notas que he dejado en cualquier parte. Y ahora no me puedo perdonar el descuido. Me imagino delante del espejo de nuestro dormitorio. Me imagino en ese instante anterior. Después del tiro ya me cuesta imaginarme. Después sólo me imagino a Virtudes. Sola. Cansada. Delante del grifo que deja correr el agua. Parada en el instante antes de salir corriendo hasta nuestro dormitorio. Ya sin la preocupación. Ya sin ella. Y es que ahora estoy aquí, Virtudes. Aquí, al otro lado. Solo. Y no es peor sitio que ese en el que tú estás. Y es que tenía tantas ganas de irme. Pero no me pegué un tiro. No lo hice. Dejaré actuar al tiempo, me dije. A ver qué pasa. Nada. A veces creo que ya ha llegado el momento. Es cuando me busco en los espejos, pero no estoy. De ponerme una soga al cuello y darle una patada a la silla. O de usar un veneno. Sigo con esa idea. Y la escribo en cualquier parte. Papeles que dejo atrás, pero que ya no te pueden causar inquietud ninguna, que no puedes encontrar dentro de un cajón, como estás ahora, dos metros bajo tierra, querida Virtudes.

Pornostar

Natalia, me dirás que estoy loco. Y que ni siquiera tu nombre es ése. Pero a mí no me importa. Yo te llamo Natalia. Eres Natalia. Mi Natalia. Como aquel personaje que, según mi opinión, bordaste. Y ya que me atrevo a pensar en tí, no vayas a creer que lo hago sin tener un lugar y un tiempo perdidos, a los que llevarte. Hay un rinconcito en mi duermevela, en la parte de allá de mis sueños, pero no aquí, no en esta existencia, Natalia, donde quiero tener tiempo contigo. No se trata de follar. Bueno también de follar. Podemos follar al principio, o al final, o al principio y al final. Ya veremos eso. Desde el mostrador he visto poco mundo, eso sí es verdad, insuficiente en conocimientos geográficos. Quince años viendo pasar hombres y mujeres. Pero eso ya es algo. Una de las cosas que sucede en el 100% de los casos es que en estos asuntos no hay reglas fijas. Sería más fácil quizás si tú fueses la nueva vecina del cuarto, pero no lo eres. Qué le vamos a hacer. De quien yo estoy enamorado es de tí. Naciste en un pueblecito de Oregón. Yo en esta ciudad. Al otro lado del océano. Pero le doy gracias a Dios, porque te he podido conocer a través del cine. Muchos se han enamorado de Marilyn o de Nikole Kidman. Pero no las han visto en las posturas indecentes con las que yo te he conocido. A las otras, después de todo, las madres las pueden ver en sus películas. Pero cómo le enseño yo a la mía cualquiera de tus títulos. No puedo, si no quiero que le dé un ataque al corazón.
-Mamá, te presento a mi novia.
Y, no obstante, es por eso por lo que te quiero tanto, Natalia. Por eso te siento tan cerca de mí. Al haber encendido la mecha de millones de pajilleros en todo el mundo. Te escribo esta carta, que espero que te traduzca alguien, para hacerte saber que al otro lado de tu existencia y de sus posibilidades, estoy yo. Solo. También en el negocio. Regento un sexshop. Así que entiendo tu mundo. No dejo de soñar contigo. Es más fácil de lo que parece. Si tú no quieres venir, me lo dices y lo dejo todo. Tampoco es tanto lo que he de abandonar. Y si nada de eso ocurre, Natalia, mi vida, que sepas que aquí siempre hubo alguien que te quiso. Me pareció que quizás te podría alegrar saberlo. Eso y que sueño que me comes el rabo.

En alta mar

Aquí dentro del camarote tendido en mi litera y con tu foto. Y sin embargo, ahí fuera también, en esa noche inmensa del océano, con los motores del barco comiéndose el silencio. Las redes extendidas. Miles de peces que en tus sueños son hormigas. En los míos pájaros. Aquí, en mi turno de descanso, sin fuerzas para leer la revista. Ojeo las fotos. Y miro la tuya pegada en la litera que tengo encima. Olor a pies, a sábanas sucias. A esperma. Y fuera miro la luna hundida en el agua, las estrellas, mientras una vez más soporto las mentiras del uruguayo. El chino se ríe de mí. Pero eso ocurre en cubierta, ahora estoy aquí, con tu foto mirándome. Ronquidos. Ganas de coger a un hombre y romperle el cuello. Un hombre que se quedó temblando en la tierra firme. Un hombre al que el suelo se le va a escapar de los pies. Para lo que hay que ser paciente. Dibujar dentro de la cabeza todos los detalles. Repasarlos. Y darle tiempo a ese hombre para que haga lo mismo. Cuántas veces no te sueño viva de nuevo y despierto pensando que lo ocurrido fue un mal sueño.
Todas las noches entro en sus pesadillas. Llevo un arpón en la mano. No le hablo. Y él rompe a llorar. Gime. Como debiste gemir tú suplicándole que no te hiciera daño. Como mamá ha imaginado que debió ser tantas veces. Y pensó que quizás estabais solas, mamá y tú solas en el mundo. Así que no contó conmigo. Pero el mar devuelve casi todo lo que se lleva. A papá se lo quedó como tributo. A mí no me quiere. El mar. Tarde o temprano estoy de nuevo en casa. Tuve que volver en avión para encontrarte al otro lado de esa piedra con tu nombre, donde hasta entonces sólo había existido la ausencia de papá. Un nicho vacío, que ahora tú tampoco sabes llenar. Porque la muerte te pilló así, a destiempo. Lo que a él no va a ocurrirle. Ya lo sabe, ya me espera. Se lo digo todas las noches: lo voy a hacer con mi arpón.

Por los aires

Tengo memoria en los dedos. Lo que no tengo son dedos. Me acuerdo de cómo era tu piel, tus pliegues y la humedad de tu interior. Pero volaste con mis dedos. Te desintegraste. Esparcida en muchos trozos. Así que ahora para mí lo real son las pesadillas. Estallas en el universo y uno de mis dedos vuela contigo, acariciando tus labios. Un ojo tuyo va a caer en una rama, donde se clava como si fuese un fruto. Llueves y también mis diez dedos son sucios goterones de sangre y carne rota. Despierto y es eso, memoria. Un arbol de muchas ramas, en el que estás tú ensartada a cachitos. Era tu bomba. Lo decías. Esta es mi bomba. ¡Cuánto tuviste que esperar para que llegase el momento de colocar tu bomba! Estabas radiante, con tu bomba debajo del brazo. Me guiñaste un ojo. Por fin, querías decir. Y allá que traspusimos juntos, felices de poder cumplir con nuestro sueño de terroristas. Sin embargo, algo falló. Mis dedos te estaban tocando la cara y se desintegraron contigo.
Me acuerdo del instante anterior al estallido. Una sonrisa. Salí de allí dando traspiés, sin manos. Me acuerdo tanto de nuestros planes, de nuestros sueños, de nuestros deseos de justicia, que a veces no puedo reprimir las lágrimas. Lágrimas que al rodar cara abajo se hacen dedos. Dedos con los que me toco la cara en el instante en el que el deseo de conseguirlo me hace estallar. De modo que ya no soy otra cosa que memoria. Un árbol de muchas ramas cuyos frutos son sangrientos.

Extrañamiento

Lo que ocurrió fue que después de detener el coche me entretuve buscando unos papeles para la reunión. Y oí la música. Normalmente no me doy cuenta de lo que suena. Conduzco pensando en los asuntos del trabajo. Una parte importante de él consiste en mantener reuniones periódicas con otros agentes. Así que oí aquellos golpes de guitarra y miré afuera, cuando de un vehículo que acababa de aparcar se bajó el único agente que me hace sombra en las ventas. No lo perdí de vista hasta que entró. La barriga me dio una punzada. Decidí quedarme allí, que era el paso obligado para el resto de asistentes a la reunión. Normalmente me gusta llegar con unos minutos de antelación. Luego llegó la nueva jefa de zona. Aparcó y se estuvo repasando los labios en el retrovisor. Cuando se apeó miró hacia mi coche, pero no se dio cuenta de que yo estaba dentro. Revisé en torno a mí el habitáculo y me sentí arropado por la música. Dejé que pasasen por delante todos los asistentes a la reunión. Cuando entré en la sala ya habían empezado. Estuve distraído. Tomé unas pocas notas al tuntún, sin enterarme, porque observándolos ahora me parecía que, de un momento a otro, alguno entraría en crisis. Pero la reunión transcurrió durante toda la tarde como tantas otras. Se diseñó un nuevo plan para lograr más rendimiento. Aporté mi experiencia, pero de modo mecánico, distraído. A la salida fuimos a tomar unas copas. Me acerqué a la nueva jefa de zona antes de que lo hiciese mi rival en ventas. A la segunda copa ya habíamos decidido alejarnos de allí. Cada cual en su coche para vernos en la habitación de un hotel. Llegué el primero al parking y de nuevo me quedé un rato en el coche oyendo la música. A gusto en aquel habitáculo al que nunca le había dado este uso. La observé otra vez. Volvió a retocarse los labios en el espejo. Luego salió y se dirigió al ascensor. Sentí una tristeza grande, pero no pude dominar la erección y me desahogué. Abrí la guantera y saqué las esposas que me regalaron en la oficina el año pasado. A ambos nos esperaban en casa para cenar.
Lo que sucede ahora es que mis ventas han caído en picado. Paso mucho tiempo en el coche oyendo música y observando a la gente. Me gusta hacerlo, porque me da una sensación poderosa. Mayor que el éxito que he conocido hasta ahora: dinero, mujeres y prestigio. Cuando me canso de mirar, abro la guantera, saco las esposas y me voy detrás de alguien, pero a la hora de cenar siempre estoy en casa.

Mordiendo

Sabía que de haberla la escapatoria me llegaría por los dientes. El tipo me había empujado hacia el interior de un callejón. Antes de perder el conocimiento me dedicó una sonrisa y con la misma me recibió cuando volví en mí. Pero ya estaba esposada. Su trato era muy educado, exquisito, pero firme. En otras circunstancias no digo que la situación no hubiese sido muy morbosa. Pero lógicamente estaba asustada. La historia carecía de un pacto previo entre sus actuantes. Acababa de salir de clase e iba pensando en la tarea que el monitor nos había propuesto para la siguiente, cuando de repente me ví arrastrada por la fuerza de aquel toro. Sin duda había hecho aquello en otras ocasiones. No voy a negar que conseguía transimitirme cierta confianza, a pesar del recelo y del miedo naturales que me embargaban. Como aquel cirujano prestigioso a cuya merced me había entregado para que me devolviese a su sitio los pechos, después de haber amamantado a tres criaturas. Le dije que si me soltaba estaba dispuesta a olvidar lo que hasta entonces había ocurrido. Me contestó que cuando acabase sería lo contrario. Jamás iba a olvidarlo. Estaba muy seguro de que me iba a dar placer.
-Además, me dijo, tanto a tí como a mí nos esperan para cenar.
Actuó con magistral eficacia. Dejé de temerlo en el justo instante en el que comprendí que se me ofrecía en sacrificio. Apreté las mandíbulas y a continuación las abrí con esa fiereza de los animales acorralados. Lo agarré de la cara con las fauces. Y tiré. Tiré varias veces sin tener en cuenta la naturaleza de sus alaridos. La sangre nos empapó. Y a continuación me tocó a mí gritar. Luego me desesposó y me mostró el camino al baño. Me duché. Al despedirnos le ví los cortes que le había hecho en las mejillas con los colmillos.
-No es nada, me dijo.
Se hizo una cura de emergencia. Después de todo no había mucho que decir. Sin despedirnos cada uno tomó un camino diferente. Yo me volví. Caminaba como un zombi. Y sentí que el aire de la ciudad se entristecía, espesándose a su alrededor. Miré la hora y apresuré el paso, como si quisiera darle patadas a la niebla. Con ese afán tan mío de luchar contra la melancolía. No me gustaba hacerles esperar para la cena.

En la basura

No soy mala, pero a lo largo de estos años supongo que habré cometido muchas maldades. Me pasó contigo, bichito mío. Contigo me abrí un agujero en la cabeza que no puedo rellenar de nada. No te olvido. Braceabas y parecías una rata grande o un monito sucio. Te dije: no te voy a alimentar, eso no. Y hasta pareciste entenderlo, porque dejaste de berrear. Como si aceptaras tu sino. El de esos hijos de reyes que hay que sacrificar. Cógelo con ese paño grande, le dije. Apriétalo, que no respire más. Y te llevó lejos, al otro extremo de la ciudad. Para que el camión de la basura te triturase. Pero aquellos minutos, que pensé que eran insuficientes para que continuases existiendo, bastaron. Me hicieron este agujero. Luego lo limpiamos todo y nadie supo nunca. Le pregunté a él. Que me contase lo que había hecho. Y me dijo que te llevó bajo el brazo, dentro del chándal, por un camino por el que nadie subía. Y que te dejó dentro de un contenedor. Que ya ibas ahogado. Una rata grande muerta, pensé. Y te empecé a olvidar. Al principio fue fácil. Ninguna noticia en los periódicos. Nada en la tele. Yo seguí con mi trabajo. Con las cosas de los chicos, que me tenían siempre en un sobresalto. El uno cada dos por tres expulsado del instituto, el otro hecho un príncipe, cada vez que iba a verlo por aquel locutorio, que me decía: madre, no te preocupes por mí, que aquí soy el amo. Y es que se hacía respetar. Aunque yo supiese que no iría a ninguna parte. Como su padre. Una bala en el entrecejo. Luego la cosa se torció: empecé a pensar en tí. Pensaba en tí a cada momento. Pero siempre callada. Y a mi lado empezaste a crecer, invisible, pero siempre conmigo. Con ese aire de rata, de mono, de chico. Con esa sonrisa. Un día me lo dijiste con los ojos: no te preocupés, mamá. Me llamaste por primera vez mamá. Y volviste a callarte. Te voy a comprar ropa, te dije. Y te pusiste muy contento. Porque seguías envuelto en aquel paño o trozo de toalla, como si fueses hijo del mismísimo Tarzán. Fuimos a Prenatal y las dependientas creyeron que lo que me llevaba era para mi nieto. No les dije que todo era para tí, porque no podían verte. En casa intenté ponerte el pantaloncito y la camisa, pero no supe cómo hacerlo. Vieja inútil, me dije a mí misma. Pero no. Imposible. Hace ya mucho que no lo intento. Tampoco tú le has dado mayor importancia. No eres como esos chiquillos que van por las tardes al parque. Tú eres muy diferente y eso se nota cuando te miro y sobre todo cuando tú me miras a mí.

La poesía

Es esta cosa que tenemos los poetas que estemos donde sea, quizás lo que nos ronda por la cabeza son unos versos incompletos, aunque nos hayamos alejado de ellos años y kilómetros. En mi caso, una eternidad y un abismo puestos ahí, como muro de Berlín, por un frasco de pastillas en un mal momento. Mi recuerdo es en un cuarto de estudiante, de madrugada, estoy solo y lleno de fervor, con un entusiasmo por mí mismo que intento disimular, a través de una sacrificada entrega a las musas, invisibles en mi compañía. Mis compañeros de piso han salido de marcha. Doblo el papel hasta dejarlo como un pitillo plano y lo meto en una grieta de la pared. Es una nota con unos versos para nadie. Mi nadie eterna. Mi nadie de siempre. A la que le he ido dejando poemas a medio terminar en los lugares más insólitos. Y ahí queda, para la nadie de mi aventura. Al cabo empiezan a salir versos de todas partes. Están intactos. Pero un buen día me cunde una necesidad extraña, deseo regresar, pasar por encima de ese muro de Berlín. O por debajo. A través de un túnel que con los dientes podría ir abriendo desde este cementerio. De modo que me planto en aquella habitación de la grieta. Ipso facto. Ni mucho ni poco tiempo después de haber vivido en ella. Cuando el piso ya no es de estudiantes. Así que por un lado lo encuentro irreconocible a causa de las reformas. Por otro, enseguida me doy cuenta de cuál es el espacio que otrora había ocupado mi cuarto. Y reconozco la pared de la grieta, que palpita a mis extrasentidos, cubierta por un discreto empapelado. En el cielo truena una tempestad. Qué mejor momento, me digo. Para el terror clásico. En mitad de la sala un hombre fuma en silencio con las piernas cruzadas: unas medias elegantes y un hermoso par de zapatos de tacón de color rojo. Como sus labios. Relámpago, lluvia y humo de cigarrillo, y trueno. Allí mismo emergí yo. Como si hubiese escarbado bajo tierra, através de los sótanos de los edificios. Con los dientes. En mitad de la sala también. Detrás del hombre. A su cogote. Con la palidez y el frío que te da pasar un tiempo a la sombra. Del camposanto. Cuando le pareció el tipo se levantó y se fue a otra habitación. En ese momento aprovecho para acercarme a la pared de marras. Como una alimaña viva la nota con los versos no deja de chillarme para que la rescate. De la nada, del vacío, de ese lugar al que se han ido mis ojos, traigo una sencilla fórmula para acabar el poema. Arranco el empapelado con los dientes. Es lo único con lo que puedo hacer algo de fuerza. Los dedos están tan agusanados que se desharían en el intento. Pero lo realmente difícil es hacer que la puñetera pluma escriba. Desde la boca.

1 comentario:

Sonia dijo...

He leido dos al azar, el de la tormenta y el del níño, y los dos me han sorprendido y gustado muchísimo. Me gusta tu estilo.

Un saludo